LA FARSA DE LOS DESFILES ESCOLARES Escribe Carlos Castillo Ríos (Cabezón, Revista del Colegio Los Reyes Rojos, número 14)
Conocí a Carlos Castillo Ríos, en el colegio de Santa Catalina, cuando acudió para darnos una charla. He leído luego con atención sus escritos y he visto siempre con respeto sus luchas. Este año tuve la ocasión de conocerlo más gracias a un viaje que juntos hicimos a La Habana. Allí he admirado su vigor y fuerza para abordar el tema educativo, su pasión por indagar, interrogar, curiosear, hasta dar con el corazón de los países socialistas (los conoce casi todos) para luego confrontarlo con su anhelo más firme: la paz y la justicia. Se que no ha gustado mucho de cierta rigidez pedagógica y que no comulga fácilmente con espíritus marciales. Pero lo he visto también fascinado con la pachanga, con la alegría inocultable de la gente que se desata enfiesta, baile, creación. Como un homenaje publicamos ahora este notable artículo, aparecido en La República, y sobre el que conversamos en el Aeropuerto. (Constantino Carvallo).
El acto central, el acontecimiento de fondo en el homenaje que su ciudad natal dedicó al sabio Hermilio Valdizán, fue el desfile escolar. En la tribuna oficial se exhibían las autoridades luciendo su mejor traje y corbata. El pueblo, en las calles, se apiñaba inquieto, ansioso, buscando a empujones el mejor mirador para ver pasar a sus hijos, hermanos o sobrinas, marchando al compás de una música marcial, casi guerrera, que indudablemente exaltaba la curiosidad y agresividad de los espectadores. Hasta que -tatachín bum bum- llegó el desfile.
Ahí estaba jadeante, sudoroso, el primer batallón. No venían soldados, aviadores, marinos, ni siquiera policías, sino adolescentes, casi niños, que dando furiosas patadas al aire como queriendo aplanar el ardiente asfalto, marchaban en rígida formación. Misma escuela tradicional y autoritaria. Eran chiquillos de forzados rostros severos, adustos y casi fieros. Todos, sin saberlo, hacían visibles esfuerzos para lo peor. Tronco enhiesto, apretados los dientes, las manos tensas y las cejas fruncidas, la "tropa" trataba de llevar el compás a duras penas: cuanto más grotesco gesto y más violenta la patada -con rodilla innoble- la gente aplaudía con mayor entusiasmo. Curiosamente, en las inmediaciones se oía hablar de patriotismo y espíritu cívico. Un oficial del ejército, a mi lado, sonreía. Es "el paso de ganso", me explicó, orgulloso. No entiendo, hasta ahora, quién autoriza estos espectáculos ridículos, estos desfiles de juguete.
Luis Alberto Sánchez dijo que don Hermilio Valdizán fue un "santo laico". Sus biógrafos, agrega, que fue un sabio, un humanista y, fundamentalmente, un hombre bueno. ¿Por qué, entonces, rendir homenaje a este civil estudioso y pacifista, con fanfarrias y niños armados de horribles fusiles de madera? ¿A qué extraño país extraterrestre quieren asustar o hacer reír las autoridades educativas, violentando de este modo la dulce -y natural expresión de los niños? ¿A quiénes se preparan a matar estos estudiantes obliga-, dos a protagonizar espectáculos tan poco educativos como los desfiles escolares? Así lo quieran voluntades castrenses, los niños no son, no pueden ser hombres en pequeño ni, por consiguiente, ser considerados como soldados, médicos, abogados o farmacéuticos, que son actividades de adultos. Ellos son nada más, pero nada menos, que niños. ¿Por qué entonces hacerles representar una parodia que les sienta tan mal y distorsiona su espontaneidad y su alegría? ¿Es que todos los ciudadanos del futuro deben pasar, necesariamente, por experiencias de corte militar aunque sepamos a ciencia cierta que ellas son contrarias a la naturaleza infantil y la vocación pacifista del pueblo peruano? Antes, en mis tiempos, sólo imitábamos a las hordas hitlerianas. Ahora el carnaval bélico involucra también a las mujeres. Niñas lindas de ojos inmensos hacían lo indecible por endurecer su rostro y dotar a su mirada un odio que no pueden sentir a tan temprana edad.
También ellas iba a paso de ganso con el agravante de llevar, algunas, las "brigadieras", polacas visiblemente ajenas y adornadas con galones de papel dorado y ridículos escarpines de cartón.Y nuevamente surgen las preguntas que no hallan respuesta lógica: ¿Por qué tanta farsa y mentira, tanta disciplina ciega, tanto autoritarismo, tamaño carnaval a nombre de la patria, la bandera y los demás símbolos nacionales? ¿Qué escondido Proyecto Nacional se esconde en estas, al parecer, inocentes expresiones de corte militar? Los alumnos de primaria y secundaria sirven al país estudiando, siendo buenos hijos y vecinos solidarios; haciendo deporte, cultivando la poesía, el teatro y la danza.
Aprenden seguramente a amar profundamente al Perú reconstruyendo su historia, aprendiendo a identificarse con su pueblo y su familia, en las malas y en las buenas; poniendo su atención en la flora y la fauna de la región que les tocó vivir. -¿Para qué el desfile, entonces?
Una propuesta.
Discuto el asunto con algunos amigos y más de uno argumenta a favor del carnaval bélico. No te olvides de tu infancia; ¿no eras feliz, acaso, desfilando, siendo alguna vez protagonista de una festividad popular que convoca a todos los vecinos? Los niños aman lucirse: el aplauso refuerza su propia seguridad y les ayuda a identificarse. En los desfiles sienten ellos, muchos por vez primera, que la ciudad se detiene para verles, y aplaudirles. Es como si el pueblo les concediera, aunque sólo sea por una mañana, la oportunidad de ser adultos y, además, importantes. Me convencen. Y como estamos en época de cambios se me ocurre pensar en voz alta y, con riesgo de despertar al ministro de Educación, proponerle con el mayor respeto la idea. [...error en el original].
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