Perú

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21.5.10

A sus siete hijos un abrazo, a ti Gustavo, mi bobo.

LA MUERTE DEL COMANDANTE


El Comandante caminaba cansinamente y de a pocos entre las solitarias calles de su pueblo, no lo hacía sólo, siempre había alguien llevándolo del brazo. El evidente cansancio reflejado en su rostro y en su cuerpo, productos no sólo de su penosa enfermedad, sino más bien, del tratamiento farmacológico que recibía constantemente. Alguna que otra mejoría pasajera, y, el mal continuaba inexorable como el tiempo; cruel, absurdo, doloroso, penoso, maldito, inexplicable. El Comandante no había perdido para nada la chispa que siempre lo caracterizó, el del buen conversador y contador de anécdotas. Descansaba cada buen tramo departiendo con el familiar que encontraba por las desiertas arterias de su pueblo; y vaya prodigiosa mente para recordar.

“Hijos, este Mayo, quiero despedirme del Patrón y de mis familiares, quiero que me lleven a mi tierra” sentenció el Comandante, y como casi todos sus vástagos tienen como ley en sus mentes, desde niños, eso de que: “las órdenes se cumplen sin dudas ni murmuraciones”, acataron al unísono la disposición. Y ahí estuvo, en los días esplendorosos de sol radiante, de multicolores emociones en su Plaza de Armas, entre los estridentes sonidos de las bandas de música mezclados con el huishhhpum de sus cuetes enviados al cielo, en la procesión acompañando el paso ceremonioso y mágico de San Isidro, si sus fuerzas le hubiesen permitido poner sobre sus hombros un segundo el anda, hubiera sido feliz. Se estaba despidiendo, saludando a uno y otro familiar y conocido, sonriendo a lo que su demacrado y blanquecino rictus le permitía…, el final estaba próximo.

El quince por la noche, el enemigo oculto en su organismo, avisaba al pueblo que el Comandante estaba luchando casi sin fuerzas contra La Parca. Movimientos de los familiares, angustia, llantos, inmensas penas en el cuarto del Comandante, “Sálvalo hermano”, le pedían en sus mentes al hijo galeno del Comandante, pensando tal vez que podía hacerlo. Parecía inevitable, entre brumas y cuchicheos, todos querían salvarlo, o le pedían a Dios, “… que lo deje vivir más…aún tiene muchos años más…déjalo un tiempito más…” (se les escuchaba en su corazón). Caronte parecía haberse divertido con los habitantes del pueblo y estaba como aletargado, por haber visto una fiesta sin igual, se recostó en su fría balsa como diciendo, “mañana será, no hay apuro alguno”. La casa volvió a la normalidad, los brindis y las sonrisas volvieron a los rostros de los familiares, no faltando alguien que corrió la voz, “sólo fue una broma de mal gusto”, al oír esto el Barquero infernal desde su balsa sonrió.

El otro día, casi a la misma hora, su cuerpo cansado de tanto luchar se dejó llevar por esa luz intensa y maravillosa que nos invita a ingresar. Once y treinta y cinco de la noche su cuerpo dejó de sufrir, y de luchar vanamente. Los últimos estertores de su agonía fueron sentidos por el pequeño pueblo. Sí, el pueblo sabía que el Comandante se había ido espiritualmente, pero quedaba su cuerpo para la despedida de rigor a su trayectoria de vida y como ser humano. Como fue así: Celendín, Huacapampa, Lucmapampa, Chaquil, Macas, el Torno, La Conga, Oxamarca, Quinuilla, Calconga, Cruzconga y demás caseríos, le rindieron tributo al Comandante, hijo del Huauco.

Dos noches de velorio. Hojas de coca, anisado, aguardiente, cigarrillos. Café con pan de velorio (manjares inigualables), caldo de gallina y caldo de mote con menudencia para los insomnes acompañantes, para aquellos que no quieren moverse por el afán de chacchar la milenaria hoja despidiéndose del Comandante. “Más coca para los de la sala VIP, ahhh, no te olvides de su anisado y sus cigarrillos…”, se escuchaba decir a los deudos en señal de atención para los privilegiados amigos ocultos en la oscuridad. La superioridad de la institución donde presto servicios se hizo presente con una delegación que acompañó como Guardia de Honor al lado de su féretro. Las ofrendas florales no alcanzaban en su amplia sala y el calor era insoportable en su interior. Anécdotas mil, contadas por todas partes, todos se sabían al menos dos del Comandante. Los enemigos ocultos también llegaban de a pocos, está vez con la decisión de dar el pésame a los familiares que sabían de sus cualidades, aunque nunca lo reconocerían, sería perder. El pequeño mundo huauqueño, en su totalidad, se congregó estas dos noches inolvidables para la retina de todos, sin excepción.

El día de su partida la gente iba llegando de a pocos, los patrulleros y la sirenas ululando a rabiar, anunciaban que pronto sería llevado a los Colorados. Un inmenso mar de personas se vio despedirlo. La banda de músicos entonaba una marcha militar en tono fúnebre, se iba el Comandante, se despedía el Comandante. Se disputaban entre los cargadores quién cargaba más, lo llevaban ya a su última morada, él iba orgulloso, con la Bandera peruana flanqueándole el paso. La tristeza volvió cuando los mariachis entonaban su canción preferida, “…que me sirvan una copa y muchas más…” y su prole lo recordó con vehemencia y las lágrimas rodaban por sus mejillas…

Adiós mi Comandante, que Dios lo tenga en su Gloria…



Elmer Castillo Díaz





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3 comentarios:

Patty dijo...

Muy sentido Elmer.... un beso **

Alejandro dijo...

ME ENCANTO ENCONTRARTE , TE FELICITO , MUY ENTRETENIDA DE VER COSAS TAN INTERESANTES.

Elmer dijo...

Saludos Alejandro...