Perú

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22.6.11

Preambulo y amistades eternas antes del Huauco.



WITOTADAS

Me hubiera gustado que mi niñez, adolescencia y juventud transcurrieran en un solo lugar. La misma escuelita primaria, el mismo colegio secundario, los mismos profesores (¿cómo no sentirse orgulloso de ser alumno de don Onésimo Silva pese a las cuerizas?), los primos cercanos, los amigos, las enamoraditas (Oh Princesita), las travesuras. Éstos recuerdos se hubieran perennizado con más agudeza y las imágenes no estarían tan confundidas y borrosas cuando uno las quiere evocar. No me desagrada el haber tenido una familia nómada. Los hijos van a donde los padres los llevan por las circunstancias de la vida: trabajo, enfermedad, política… Al contrario, les agradezco el haberme permitido conocer diferentes ciudades y por ende, culturas e idiosincrasias. Pero sobre todo, amistades eternas.

En Huancayo, donde nacieron mis dos hermanos menores, vivimos nuestra niñez en el jirón Mantaro N° 754 frente a lo que ahora es el Mercado modelo y, a nuestra espalda estaba el Colegio Santa Isabel donde estudió José María Arguedas (su tercer año de media, donde la PIP le “incautó” un cuento de 600 hojas). Estudiamos en el Instituto Experimental N° 10. Aprendimos a bailar el Huaylash y muchas palabras en quechua. Los días jueves gozábamos de la multicolor feria en la calle Real y los domingos en el Cerrito de la Libertad o en el Ingenio. Las visitas a las tías Gabriela y Luzmila Raygada en el Jirón Arequipa N° 875, muy cerca de la Plaza Constitución, ahí, podíamos jugar a nuestras anchas en su hermoso y grande jardín donde había una cabaña encima de un árbol con los primos Pepe, Coco, Paco, Dora y Ruth. Pero lo que más o al que más recuerdo, es a Huatico (Walter), un niño de mi misma edad con quien nos aventurábamos a ir fuera de los límites permitidos por nuestros padres: los rieles del tren, al río Mantaro, a los cines y a ver jugar al equipo de moda en esos años, el Unión Ocopilla de Huancayo, donde destacaba el Negro Barreto, a quien encontré en Huancavelica en mis tiempos de Benemérito. ¡Dios, que buena y gran amistad y que buenos recuerdos con Huatico!

Volvimos a Huánuco un poco más despiertos, al menos el que escribe, a la inmensa casa del buen tío Domingo Zelada Aliaga (viejo huauqueño), a dos cuadras del río Huallaga y de la acequia de la esquina en el jirón Aguilar N° 864. Fue el más hermoso y a la vez, dramático despertar a la adolescencia. Nuevo barrio, nuevo colegio, nuevos amigos, la vieja y nueva familia, nuevas costumbres, el León de Huánuco fue mi nuevo equipo de fútbol....y clima nuevo. Fue fácil adaptarse a nuestra nueva vida, salvo, por los mosquitos que picaban, pican y siguen picando con ferocidad a los forasteros por un buen tiempo. En casa teníamos el canchón que daba al pasaje Soberón donde todas las tardes peloteábamos; y, encontramos dos buenos peloteros, uno de ellos llegó a jugar las finales de la Copa Perú en el Nacional de Lima con el Santa Rosa de Huánuco, quién no podría aprender con semejante maestro, César Zelada Flores.

La Gran Unidad Escolar Leoncio Prado fue mi nuevo aposento estudiantil y mi barrio, el jirón Bolívar, a la vuelta de la casa. Aprendí nuevos juegos: el “chancalalata”, los “ñocos” con las canicas, el “lingo”, las “guerritas”, el “papá y la mamá” (como dice Lincoln, “con la mamá de Juan Manuel, já), la “shimpina”, peligroso juego en el Huallaga…recibir las propinas para correr a la placita de Santo Domingo a leer los comics de Tarzán, Archi, Kalimán, Juan sin miedo…uffff. O tirarse la pera para ir a las Siete cuevas o a la piscina de San Pedro, carambas, qué recuerdos.

Aparecieron dos primos por parte de los Castillo, César Castillo Brandan y Ángel Gayoso Castillo, quienes me brindaron cariño y protección, seguro, conocedores de mi desvalidez. Por ellos conocí un poco la “sociedad” huanuqueña de esos años, a la que solo, hubiera sido difícil. A sus edades, 16 y 15 (con permiso de la Guardia Civil y la Municipalidad para manejar), tenían movilidad, uno con un Volvo y el otro con un Opel, yo, con una vieja bicicleta (con permiso de papá) que se desarmaba de a pocos y con el cual me paseaba orondo por el barrio. Pasé momentos inolvidables con ellos, César, me lee cada vez que puede, Ángel, seguro lo está haciendo desde donde esté.

Fue en “La muy noble y leal ciudad de los Caballeros del León de Huánuco”, pequeña por ese entonces, que mis sentimientos fueron acaparados completamente por una dulce sonrisa, un beso furtivo y una mirada traviesa. Los matines de los domingos en el cine Central lo aprovechábamos para tomarnos de la mano en la oscuridad “viendo” “Melody”. Creo que entendía mi extraña y extrema timidez, pues nunca de mis labios salieron palabras bonitas, ni siquiera el trillado y repetitivo, “…desde la primera vez que te vi me enamoré de ti, quiero ser tu enamorado…”. Ahora, casi en la senectud, la sigo recordando con mucho cariño.

Siempre fue muy difícil para mí conversar con fluidez con el sexo opuesto. Mirar de frente, reír en el momento justo, mover las manos apropiadamente, elegir el tema de conversación, en fin, ser como dicen, “un tipo con mundo”, simpático y habituado, que va triunfando por la vida. Cosa curiosa, mis amigos, con algunas excepciones, son así. En Huánuco, en mi adolescencia, por esas extrañas razones que la amistad no contempla conocí a Willy Loyola, amigo que encaja con el contexto. Dueño de sí mismo, encantador, agraciado, coqueto, divertido, leal y muy afecto a las relaciones peligrosas, cualidades naturales que envidiaba, pues no entendía cómo y por qué no podía ser como él. Nació una amistad extraña, pero a la vez, fuerte. Donde estaba él, estaba Witoto y donde estaba Witoto, estaba él, seguramente embelesando a alguien. Willy llegó a conocer Sucre, se quedó varado casi tres meses, dejando muchos corazones enamorados. Nuestra amistad sigue latente, viví con él también en Lima, en la primera cuadra de Guzmán Blanco, en un pequeño cuarto que albergaba a más de cuatro personas. La amistad, que persiste hasta el hoy, abarcó a toda nuestra familia, nuestros padres y hermanos se confundieron y a quienes saludo desde el Huauco.

Sucre, tierra en la que me gustaría morir, fue el pueblo donde anclamos después de estar a la deriva casi catorce años, de Huancayo salimos cinco y al Huauco sólo llegamos cuatro, la vida nos golpeó apenas comenzábamos a entenderla. En éste, conocí los más variados sentimientos, donde de a pocos salimos del drama que nos tocó vivir como familia. El barrio de Minopampa nos cobijó, el San José nos formó y San Isidro nos protegió…pero esto, es otro tema…

Elmer Rafael Castillo Díaz



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