Perú

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11.9.08

Lircay...una vivencia muy bien vivida...para ustedes



LIRCAY

Tantas veces había visto ir su juventud directamente al pozo oscuro y profundo de la nada; mejor dicho, irse verdaderamente a la mierda. Cosas en las que él podía surgir, los tiraba a la basura. De pelotero, lo único que consiguió fue el recuerdo del pueblo amado. El tiempo se le iba; dos años de vago y parrandero, la hermosa juventud se le acercaba peligrosamente. Universidad, pensó toda la familia, todos se unieron al futuro universitario del hijo, hermano, primo y sobrino.
Nunca se lamentó de su buena o mala suerte, salvo la noche que exponiendo su negro pellejo lloró de rabia; la vida se presentaba tal y como era. Resultó entre los primeros en el examen de ingreso a la facultad de sociología. Los tragos se hicieron mares, nacía el nuevo intelectual. A los dos días, anulado el examen por evidencias de haberse distribuido la noche antes de la prueba: un desaire de la vida.
Un familiar muy cercano le ofreció ayudarlo a ser benemérito; a regañadientes aceptó la propuesta, siempre discrepó la radicalidad de las órdenes de la oficialidad. Veintiún años a cuestas. Seis largos meses de aventuras, disciplina, marchas y contramarchas, “dobletear” el rancho, por que le quedaba “chicote”. Ver (toda la Escuela de Guardias los veía) a los cadetes, atendidos por mozos: cuatro cubiertos bien distribuidos, jarra de jugo y un ridículo mantelito a manera de babero. Los separaba una cortina invisible. De alumno encontró buenos amigos, especialmente aquéllos con los que se quedaba pegado los fines de semana por alguna indisciplina o pendejada, esperando ansioso los domingos en la noche para que algún compañero trajera los cigarrillos y fumarlos ávido en los servicios higiénicos o en la cuadra esa misma noche.

Al cabo de seis meses de adiestramiento, de saludar, cuadrarse, desfilar, golpear con los tacones, aguantar insultos y mil otras estupideces; su destino de origen por orden ministerial: la Décima Comandancia, Huancavelica. A recordar su niñez, Huancayo. La familia casi olvidada, todavía vivos. Respirar el aire frío de la infancia. Matucana, San Mateo, Ticlio, La Oroya. Claro que conocía esa ruta eterna hacía Huancayo. Cuantas veces contempló embobado el gran Huaytapallana con su tul brillante, enceguecedor por su blancura. El majestuoso valle, “…rodeadito de retamas…”, entrar por El Tambo y ver por la ventanilla a los colegas, decirles adiós con pena, “carne de cañón”, se decían. Dos ómnibus llevaban cien “morocos” a la Tierra del Mercurio y la ruta obligada, el exquisito frío huancaíno. Soroche, tragos, cigarrillos, mentadas de madre acompañaban a la sombría caravana. La subversión se estaba potencializando y se necesitaba más efectivos - estos muchachos están bien-. El sexto mes habían recibido preparación antisubversiva (¡Qué gran preparación!) y a pelear con el paisano, amigo, familiar, que confundido por la pobreza, el oprobio, la injusticia y el abuso, aceptaba la ideología de moda y que estaba más a mano. Ellos también.

El frío limeño durante su permanencia en la escuela de guardias afectó sus pulmones. Una tosecilla pendeja le molestaba los cigarros, eterno acompañante, contribuía al mal. La sanidad, derecho de los policías. Al cuarto día evacuado a Lima, diagnóstico: “Proceso Específico”, en otras palabras, posible tuberculosis. Tal vez la medallita de plata que colgaba del cuello sirvió para tal Dx. Casi tres meses de vacaciones y ser devuelto sin haberle encontrado tal enfermedad. Era tos de fumador, consecuente o casi crónica; a cuidarse y dejar el cigarrillo. Sin saber cómo, se vio hablando con un inmenso hombre que ostentaba cuatro galones de oro de dieciocho quilates sobre los hombros; era el mayor jefe de servicios.

- Así que usted es el guardia al que se le extravió su historia clínica en Lima.
- Pues no sabía eso mi mayor.
- Bueno, bueno, esos son asuntos y problemas del médico, ¿dónde te gustaría trabajar? hoy estoy de buen humor, te doy la libertad de elegir.
- Me han hablado mucho del puesto de Lircay mi mayor y si usted lo ordena, estaría viajando a esa, cuando lo disponga.
- No sé quién te haya hablado de Lircay, es muy peligroso, junto con Acobamba son las únicas Zonas de Emergencia en todo el departamento.
- Eso no me intimida mi mayor- Como si supiera algo de zonas de emergencia.
- (Qué muchacho para imbécil). Bien, si así lo desea. Capitán, hágale su papeleta de incorporación al Puesto de Lircay por convenir al servicio. Te deseo mucha suerte Gástulo y cuídate mucho, que buena falta te hace.
- Muchas gracias mi mayor.

Y haciendo sonar los tacos de su gastado zapato, con un pésimo porte militar, dio media vuelta con papeleta en mano, para salir a buscar sus chivas y emprender viaje a su destino. Caminó por la bella Plaza de Armas, contemplando la catedral, animándose a entrar y rezar un poco, por que hacía mucho tiempo que no lo hacía. Primero pidió a las divinidades allí presentes, que cuidaran a los familiares más cercanos, la hembrita que se quedaba lejos, y a esos viejos amigos, luego, que cualquier santo o Cristo de la iglesia cuidara de él en este nuevo capítulo de su vida. Se encontró con sus promociones a la salida de la iglesia, preguntándoles qué hora y qué carro salía para Lircay. Con maletín en mano tipo “James Bond” que le habían descontado de las propinas mensuales que recibía en la Escuela, que albergaba artículos de limpieza, algunas camisas, y un buen libro para las horas de viaje o hastío. Una caja de cartón, ACE, que pesaba como demonio, cómo no pesar si llevaba a cuestas una buena cantidad de libros, cortesía de un buen tío quien al ver que gustaba del vicio solitario se los obsequiaba, eran su equipaje.

Quiso leer un poco durante el viaje, pero el día estaba espléndido y no podía darse el lujo de perder a sus ojos el indescriptible panorama. No leyó ni una sola hoja del grueso libro que descansaba en su regazo. Con la ventanilla a medio abrir, metiendo a sus alvéolos el aire puro y frío de las alturas, miraba el hermoso y desconocido paisaje. Las vizcachas saltaban por las piedras, tratando de conseguir un poco de calor. El paisaje serrano por lo general es hermoso en su pobreza y desolación y se impregnan en los sentimientos. “Lircay, Lircay, ¿cómo serás?”, iba pensando. Todo que sea por la chamba. Los pueblos de nuestra serranía se parecen mucho, tejas oscuras por el humo y las inclemencias del clima, calles estrechas, niños curiosos tras el carro, el chofer haciendo sonar el claxon y la oficina. El porte que reflejaba de civil no era de subalterno. La última parada del “Huáscar”: el Puesto de la Guardia Civil, obligatorio la entrega del Manifiesto de pasajeros. Algunos colegas al verlo descender del ómnibus se cuadraban militarmente, correspondiéndoles con una sonrisa de majadería. Pensaban tal vez en la llegada de un nuevo oficial, sus ropas y el porte confundía a cualquiera. El cabo Pachas lo recibió, con la cara colorada de tragos y amistad le dio la bienvenida. Faltarían no hojas, sino capacidad para rememorar las diversas personalidades complejas del grupo humano que encontró. Todos quedaron grabados en su corazón.

El puesto contaba con apenas ocho efectivos, incluido oficial y furrieres. Muy pocos para la intrepidez de Sendero. Los días transcurrían de lo más tranquilos. Se adaptó al servicio, los francos a pelotear con los civiles que la conocían y la movían bien, en especial ese amigo César Cámac, maestro, quien también rasgaba la guitarra como los grandes. El teniente, un gordito simpaticón, con unos mostachos inmensos, gustaba del vicio de la redonda y no era cojo en la materia. Según el carácter con el que se levantaba, narraba la historia de su vida. Había estudiado medicina en la Universidad San Marcos (San Fernando) y por motivos netamente familiares tuvo que abandonar los estudios para ser cadete de la Escuela de Oficiales de la Guardia Civil, ¡Qué ironía! Cualquier acontecimiento deportivo estaba integrado por los que entendían la esférica, felizmente era en uno de sus vicios. Los partiditos se daban por las mañanas. El clima templado de Lircay, pese a sus tres mil metros, hacia sudar de buena manera a los deportistas. Esto era el inicio de largas y a veces aburridas chácharas, brindando por la amistad deportiva. Estaba en su salsa. Tiempo tenía para dedicarse a leer, hacerse de amigos lircaínos y participar con ellos de sus actividades. Cantar desentonado algunos huainitos y ver que alguna damita cayera en sus jóvenes brazos.

La vivienda del puesto policial, moderno para Lircay, ubicada en Pueblo Nuevo, lugar entre Pueblo Viejo y Bellavista. Tres barrios que hacen del pueblo una delicia de personalidades. Él, se quedaba con Pueblo Nuevo. La oficina de telégrafos se comunicaba con el puesto por su parte posterior. La empleada y jefe de dicha oficina (la única), mujer muy agraciada, rubia al pomo y el encanto de ser viuda. El frontis del Puesto de la Guardia Civil era su paso obligatorio, 8 a.m. de entrada y 1 p.m. la salida. Bordeaba los cincuenta, pero se cimbreaba como una colegiala de dieciocho. Su travesía era todo un acontecimiento. La unidad entera salía a regodearse con lo que la buena señora mostraba y tenía y valgan verdades, sí exponía lo que la naturaleza le brindó: madurita, apetitosa, dulzona y sin tapujos. Coqueteaba con los “sirios”, tenía buena predisposición para ello, esto la hacía una mujer deseada.

Veintiún años y sin una fémina en un pueblo lejano como Lircay, estaba jodido. No apuraba la situación, tímido en los avatares amorosos, que contaba con los dedos de una mano. Su sutil deseo libidinoso fue sentido por la dama. Vio ella juventud, no tardaría en satisfacer las pasiones que Gástulo sentía con todo su ser. La vida avanzaba rápido y sin problemas en Gástulo, obsesionado por los comentarios sobre Sendero Luminoso que contaban algunos que habían escuchado de otros. Ciertos viejos periódicos, pocas veces El Diario de Arce, llegaban a sus manos vía los chóferes del Huáscar. Todos los días mataban entre cinco a diez guardias en los puestos de Ayacucho. Grandes titulares en radio “Unión”, informaban cómo Sendero emboscado y rodeado el puesto policial de tal provincia o distrito, ajusticiando a tres valerosos G.C. Muy dentro se decía “Y a nosotros, cuándo, esta zona es peligrosa, cerca no más esta Seclla y Julcamarca, zonas liberadas por Sendero y a veces nos vamos hasta ahí a tomar unos tragos, nos estamos volviendo unos irresponsables. Pero, cómo habrían sido los guardias, escuchaba y leía una serie de barbaridades por parte del grupo de elite de la guardia civil; los “Sinchis”, que sólo nombrarlo se le “hacían cosas”. Al comienzo nomás estábamos moscas, ahora el vigilante, a veces, tira jato y eso esta mal”. Tenía estos raros pensamientos, pero se le pasaba a los pocos minutos.

Una de esas mañanas hermosas, cuando el sol quiere hacer sentir el placer de ofrecerse en su magnitud y el mes de julio se despide, apacibles contemplaban la mañana pasar, cada uno haciendo lo que más le gustaba. Unos ruidos lejanos de hélices estropearon la tranquilidad, venían en dirección a Lircay. Poco a poco fueron acercándose. Dos helicópteros del EP planeaban alrededor del campo de fútbol y el personal que no estaba de servicio, salió corriendo hacía él. Vieron de lejos descender una veintena de uniformados con pantalón verde olivo, polo blanco donde se distinguía dibujado un paracaídas de color rojo, un gorrito y mochila del mismo color del pantalón, el armamento muy distinto al que acostumbraban usar ellos. Ninguno usaba distintivo de jerarquía, no era necesario. Uno de ellos, moreno alto, de bigotes, hizo un par de señas y en formación militar, se dirigieron hacía donde se encontraban sus colegas que curiosos los observaban. Los helicópteros alzaron vuelo a sus espaldas y a manera de saludo el de bigotes:

- Buenos días, soy el sargento Cubillas de la Cuarenta y Ocho Comandancia con mi personal, deseo entrevistarme con el jefe político militar de Lircay.
- Buenos días, claro, nosotros los llevaremos al puesto, no faltaba más, acompáñenos.


Subieron el pequeño promontorio y se encontraron en la calle que da al puesto. Allí pensativo y preocupado esperaba el teniente. Estos hombres, especie de súper hombres por los comentarios que a diario se escuchaba o leía, inspiraban respeto e inclusive temor; olían a muerte. El sargento Cubillas mandó “atención” a sus hombres al acercarse al teniente y con paso firme dio un saludo marcial al asustado y orgulloso oficial. Lo que ocurrió y se escuchó ese momento, quedó impregnado en las mentes de los que estuvieron presentes.

- Buenos días mi teniente, el sargento Cubillas a sus órdenes y reportándose. Mis órdenes por parte del general Clemente León, Jefe Político Militar de Ayacucho, son tomar el pueblo bajo mi custodia desde el inicio al final del toque de queda. El resto del día es suyo mi teniente.

El teniente se había quedado de una sola pieza, “o sea, él estaba ahí pintado, ¿cómo es eso, y su autoridad?” Pero General es General. Qué podría decirle a este sargento, que de por sí, ya lo respetaba y temía.

- Que bien sargento, les doy la bienvenida y vamos a ver cómo nos acomodamos, tenemos un ambiente que les cae a pelo, sabremos arreglarnos. Al personal del puesto los irá conociendo de a pocos, felizmente nos llevamos bien, espero contar con ustedes para cualquier emergencia.
- De eso no le quepa la menor duda mi teniente.
- Sargento Cubillas, quisiera hacerle un pequeño comentario: mire, la gente del pueblo está festejando sus fiestas patronales y siempre se les da la mano para que sus festividades sean tolerantes con relación al horario, el toque de queda empieza a las diez y nosotros tenemos la deferencia de postergarlo hasta a la una.


Sabía que estaba mintiendo, a veces las fiestas terminaban cuando los gallos empollaban a las gallinas, pero quiso intentarlo. Presintió la respuesta del temible sinchi y haciendo acopio de amor propio, se atrevió a mirar a los ojos del subalterno. Sólo vio órdenes y una gran ausencia de sentimientos.

- Disculpe mi teniente, mis órdenes son claras y precisas, mejor dicho contundentes: el pueblo queda a mi mando las horas del toque de queda, con el resto del tiempo puede hacer lo que desee.



No necesito más explicaciones, la intentona no surtió efecto, el darse de machito pidiendo la radio para verificar si esas eran las órdenes, no le sentaba bien. Tuvo que morderse el orgullo y argumentó:

- Muy bien sargento, se hará lo que a usted le han ordenado.
- Sin rencores mi teniente, cumplo órdenes, y usted sabe más de eso que yo.

Se instalaron en el piso inferior de donde dormían los demás colegas, dispuso dos centinelas, mientras se acomodaban en sus nuevos y pobres aposentos los demás. El sargento Cubillas, se recostó en un rincón y se puso a cavilar. “El teniente se puso mal caramba, pero qué hago, este grupo fue recogido de todos los puestos de Ayacucho, tienen varios enfrentamientos, a estas horas deberían estar en su rico Mazamari y sin embargo estamos jodidos acá”. Los primeros hombres que llegaron a Huamanga, de Soccos, Huancapí, Vischongo, Vinchos, etc., cansados, con el pelo y la barba crecida, tenían, sin excepción, una historia verdadera con Sendero. Cómo no recordar, muchachitos alegres llegaban a la cuarenta y ocho comandancia, tenían valor. Como instructor los había formado en la disciplina y el coraje. Cantaban en las noches cálidas, extenuados por el rigor físico de los ejercicios. Trujillanos, chimbotanos, huancaínos, cajamarquinos, de todo lugar llegaban a esa temible y nombrada comandancia. Ahora, cuando los veía y les hablaba, le parecían otras personas: taciturnos, fríos, sombríos, delirantes, obsesionados, encontraba en ellos todo tipo de pasiones descarnadas. Ayacucho los hizo así. Sufría terribles pesadillas, se levantaba sudoroso, temblando, con deseos de meterse un tiro, pero pensaba en la familia, sus hijos, sus hermanos, ¿qué iban a decir? “cobarde, no aguantaste”. “¿Qué esperan de nosotros cuando termine la “guerra?” Durante años enteros nuestra ocupación ha sido matar. Nuestro conocimiento de la vida se reduce a la muerte. ¿Qué puede suceder después de esto? ¿Qué podrán hacer de nosotros?” Salía a ver a su personal, conversaba con ellos, dándoles ánimos. Siempre estaba sacándolos de algún apuro, los cuidaba como si fueran sus hijos y ellos muy respetuosos aceptaban la llamada de atención y las puteadas. Sentía orgullo de ser temido y odiado por el personal ajeno a él. Estaba a gusto con su personal, no quería que Lircay se convirtiera en otro pueblito de Ayacucho. Le habían prometido que sólo apoyarían las festividades patronales y éstas duraban ocho días; luego viajarían a Mazamari y de allí a sus tierras a olvidar, si es que podían, las atrocidades de su experiencia. Su rico Callao esperaba; la esposa, una buena y despampanante morena, estaría acompañándole las noches frías de invierno y las calurosas del verano ¿qué más podía pedir? “Ocho días pasan volando”, trataba de pasar el primer día en otra extraña tierra con pensamientos diversos.

El terrible acontecimiento se propaló como “reguero de pólvora”, siendo el pueblo pequeño. Las autoridades confundidas se reunieron para tratar el jodido asunto, quedando el Subprefecto de hablar con la nueva autoridad policial. Subprefecto, Alcalde, Directores de los centros educativos, Médico Jefe de la Posta, Jefe de la oficina de Correos, la viuda encantadora, personajes importantes del pueblo, se les vio dirigirse al puesto, casi una hora después que los helicópteros tomaran vuelo dejando a veinte hombres extraños en Lircay.
No podían explicarse cómo iban a aplicar el toque de queda en plenas fiestas patronales. Los juegos pirotécnicos arrancaban pasadas las diez, la misa concluía a las doce y de allí recién comenzaba el baile social. Tratarían de explicarle esto al sargento, no podía ser un hombre tan cerrado, tenía que comprender que el pueblo se lo pedía, intenciones de suplica no faltaban. La verticalidad de la respuesta fue abrumadora, sin chistar, sin reproches, cabizbajos iban regresando por donde llegaban. “¡La Virgen del Carmen se encargará de solucionar el problema!”. “Pero ¿qué se ha creído este sargentito?, tenemos que llamar al comandante Breña, él hablará con el General de Ayacucho por teléfono”. “¿No se han fijado en la mirada de este sargento?, me parece que no deberíamos arriesgarnos, podemos notificar por megáfono que los castillos y la fiesta se adelantaron para las seis y media de la tarde”-. Todos los comentarios se entrecruzaban y no había forma de hallar una solución. La respuesta fue tajante: “Sólo una hora más de lo establecido por el toque de queda, luego mis queridas autoridades, dependerá de ustedes. Con permiso”, se retiró dejándolos mucho más confundidos que cuando llegaron. Entraron a la primera cantina que encontraron a su paso, querían sacarse del pecho el sabor amargo de esta nueva y temible disyuntiva. Entre ellos se pudo ver a Gástulo, escuchaba y daba la razón a las autoridades, pues sentía que las quejas eran justificadas. Pensaba cómo escaparse para tomar nota de los pormenores de los Sinchis. No podía perderse este acontecimiento, quería escucharlos, tomar unos tragos con ellos para ver sus reacciones y saber qué tanto de cierto había de la fama de éstos. No sabía que esa curiosidad podía mandarlo a la eternidad antes de tiempo.

Las balas, granadas, morrales, cuchillos anfibios, brújulas y uniformes, se comenzaron a vender como en feria, pues no tenían un puto sol en el bolsillo, sus honorarios tenían que cobrarlos en su nuevo destino, o sea, estaban más pelados que una muca. Claro, algunos llevaban su escondido para alguna emergencia. Los guardias del puesto, entusiasmados compraban a precio de ganga artículos de guerra. No faltó quien no se hiciera con algo de estos extraños colegas. Algunos paisanos se encontraban y festejaban con cervezas, recordando calles, parientes, amigos y algunas buenamozas de sus tierras. Extrañamente los corazones inundados de odio, hacen un aparte de éstos y se reencuentran con la cultura telúrica de sus pueblos. Se sienten contentos, un paisano en tan especial lugar. ¡Inimaginable!. La comida corre a cuenta del paisano que trabaja allí, por lo menos el primer día, de ahí verían cómo arreglárselas.

Diez y media de la noche, casi en silencio fueron formando dos columnas los sinchis, el sargento les habló en voz baja pero enérgica: “Todos tenemos experiencia en esta clase de swing, así que no voy a estar repitiendo cómo, cuándo y a qué hora se debe actuar, eso lo saben de memoria. No nos confiemos. Sitios que parecían mucho más tranquilos que éste fueron el infierno, así que mucho cuidado y por ser la primera noche, no quiero fríos. Tratemos de que no nos vean como abortos. Portémonos como buenos beneméritos. Se queda el Mudo con el Chofer de carroza de vigilantes. ¿Han comprendido? “Si Cubillas”. Lo más bajo que pudieron, musitaron un ra, ra, ra con la pierna izquierda hacía adelante al son del ra. Se persignaban al momento de salir, confiaban en alguien o por lo menos creían en algo, tenían algo de cristianos. En columna militar ascendían al barrio de Pueblo Viejo a no más de siete cuadras.

La plaza de armas de Pueblo Viejo, muy pequeña, los castillos enhiestos esperaban el turno de ser quemados. Niños alrededor, retozando; las cantinas acondicionadas para el acontecimiento albergaban un apretado contacto físico de parroquianos, todos conocidos, saludos por acá, salud por allá, las riñas que nunca faltan. Los jóvenes enamorados dando vueltas a la pequeña plaza. Sus mejores atuendos vestían los lircaínos. Los ternos les sentaba bien a las personas de edad que solemnes escuchaban la misa con sus velas en la mano, rogando a la patrona para que ese año les diera nuevamente salud y dinero. Los habían nombrado mayordomos, su cuota para los castillos y para la comilona ya abonados al presidente de la mayordomía. Los campesinos temerosos y casi escondidos observaban y escuchaban el bullicio de la fiesta, mientras tanto de debajo del poncho sacaban la shacta (aguardiente), brindando pico de botella, por la mamacha Carmen. Los cohetes zigzagueantes subían al oscuro cielo para reventar e iluminarlo, ante la algarabía de muchachos y de algún ebrio que apenas podía tenerse en pie, queriendo prenderlos con el cigarro. Los que estaban ajenos a lo que se cernía sobre la noche, eran esas parejitas que jugaban a amarse en los oscuros alrededores, de vez en cuando iluminados por los destellos de los cohetes de luces, sonriéndose tan cerca, ajándose las bien planchadas prendas de vestir en la oscuridad. Hay que aprovechar que los padres a esas horas rezan a la virgencita; para rezar a sus oídos palabras entrecortadas y suspiros cadenciosos.

La columna de sinchis, entraron a la plazuelita y se apostaron en las cuatro esquinas a señas del sargento.
- ¡Qué tal seguridad!
- ¡Esos son nuevos!
- Tienen diferente uniforme que los guardias.
- A lo mejor los han mandado por la víspera.

De todo color y sabor eran los comentarios. Diez minutos para las once marcaba el reloj de la vieja iglesia. La alegría seguía su curso, casi nadie sospechaba lo que estaba por ocurrir. Rezos, juegos, risas, cantos, los enamorados se juraban amor entre las sombras. El cura español estaba por terminar la misa y la banda “La Heroica de Huancayo”, traída para la ocasión, tocaba los acordes de una vieja muliza, en el estrado de la iglesia. Se preparaban para hacer bailar a la gran muchedumbre al aire libre y mandarlos abrigados al baile social.

Once en punto de la noche. Sincronización y preparación. Se escuchó un estruendoso fuego de baterías, disparado a los focos de iluminación y a los castillos que se prendían por la parte que debían acabarse. Los parroquianos de las cantinas salían botella en mano a disfrutar de los castillos. En el interior de la iglesia, los enternados mayordomos sorprendidos se preguntaban:

- ¿Quién carajo dio la orden para que se revienten los castillos?
- ¿Cómo van a comenzar si el padrecito no ha terminado la misa?
- Algún borracho de esos que no faltan ha encendido la mecha.
- Está ardiendo por arriba el de quince cuerpos.

Los disparos se estaban convirtiendo en casi una granizada. Siglos de sufrimiento han dotados a los campesinos tienen una percepción mucho más aguda del peligro que la gente del pueblo. Esto no es normal, mejor será poner las ojotas en movimiento, el pandemonio se venía. La confusión fue tal que hasta los incrédulos optaron por retirarse. Pero se quedaban las personas obnubiladas por el alcohol. Los que venían de otros pueblos y hasta de la capital no aceptaban estos hechos. Estaba bien para los pueblos con problemas de Sendero, pero Lircay no entendía de esas ideologías baratas.

Sorprendió mucho la disciplina y eficacia con la que actuaba este grupo. Gástulo no podía creerlo, quizá estaba soñando; no, todo era real. Los demás colegas también se sorprendieron, decidiendo apoyar en la intervención a los bravos verde oliva. Uniéndose a los gritos y maldiciones iban entrando a los establecimientos y sin contemplaciones cual bárbaros produciéndose la “enajenación humana”. Culatazos, golpes, mentadas de madre por doquier. Los sobrios se guarecieron en las casas de los familiares que vivían en las cercanías escapando de la crueldad con la que actuaba el pelotón. A los que encontraban se les ordenaba tirarse al suelo con las manos entrelazadas en la nuca. Pobre del que no obedeciera. Cruel era solo verlo. Los sacaban de las chinganas, poniéndolos a todos en la misma posición. Ni las damas se escapaban. Los puntapiés funcionaban a las mil maravillas, sumados a un: “Al suelo concha tu madre”, “No me mires oye hijo de puta”, “Sigue en ese plancito y te vuelo la tapa de los sesos” y juácate, su golpe.

Le trajo a la memoria a Atahualpa, miles de hombres a su mando y un puñado de rufianes españoles los vencieron. El temor caló los huesos. La iglesia cerró sus puertas con muchos fieles dentro. Los dueños de las tiendas que se percataron de la pesadilla con borrachines y clientes se atrincheraron, apagando sus luces y alguna que otra queja. Los amantes de la oscuridad, desde su atalaya miraban cómo en menos de diez minutos la alegre fiesta se terminaba sin pena ni gloria. El sonido de las balas y los modernos armamentos se unían al armatoste de los inexpertos guardias de Lircay. Gracias al sargento Cubillas no hubo que lamentar muertos estaba en su última misión y quería salir como hombre que sólo cumple órdenes. El asfixiante olor a pólvora, los cuerpos tirados simbolizando un rendimiento, las quejas acalladas a punta de improperios y golpes a los más laberintosos les disparaban tan cerca de la cabeza que más de uno mojaba los pantalones, al igual que los inexpertos y curiosos guardias.

Dos de los campesinos e indígenas que marchaban a paso raudo por los oscuros recovecos a su comunidad, comentaban en baja voz:

- Lircay se jodió, esos que metían bala son los sinchis, tenemos que dar cuenta a los compañeros.
- Claro, ellos sabrán qué hacer, ¿cómo se pueden meter con la virgencita? Todas las novenas lo han pasado bien, los guardias no se metían con nadie, ahora la desgracia cayó en Lircay.
- Después dicen que los combatientes de Sendero son los abusivos y asesinos, siempre es así. Llegan, hacen los que le da gana y se van como si nada hubiera pasado, la historia vuelve a comenzar.
- La decisión tiene que tomarla la cabeza, nosotros informaremos al “camarada Pablo” y él verá qué hace, pero lo más seguro es que se les dé un escarmiento.


Subían la cuesta a pasos largos pese a la sombría noche, con seguridad, como ciegos que conocen el camino, guiándose por el Tambraico, que con su inmenso obelisco dirigía a los caminantes de las diferentes comunidades. Siempre estaban con “las antenas en alto”, como les había indicado el “camarada Pablo”. En Seclla, dos veces al mes se reunían los compañeros, evaluaban el comportamiento de las autoridades civiles y policiales. Hasta esos momentos el distrito de Lircay no presentaba materia de debate. Alguno que otro borrachito, de allí no pasaba. Algunos de los guardias eran paisanos, familiares, casados con lugareñas. Cada caminante pensaba a su manera. Estos policías eran diferentes, traían malos vientos, vientos devastadores. El “camarada Pablo”, a quien todos respetaban, joven, simpático, culto, convencía a la gente con su buen humor y no era sanguinario. Respetaba la vida del ser humano, cualquiera que sea su condición. Siempre se alejaba de la comunidad hacia los parajes solitarios, se tendía en la hierba húmeda y leía un librito rojo que siempre llevaba al sobaco. En cierta oportunidad, mientras hablaba, les dijo que las enseñanzas que recibían, y él también había recibido, eran del autor del librito, un nombre chino, medio raro al comienzo, que luego les resultaría familiar. Mao Tse-tung, el más brillante, según la lógica senderista, después del Presidente Gonzalo. También traía el camarada algunos periódicos, les leía para que pudieran diferenciar su posición de la de los medios de comunicación escrita. Leía orgulloso, hasta el cansancio, “El Diario”. En él por primera vez vieron un afiche de la lucha armada; el dibujo del doctor Guzmán al centro como todo un dios. Este periódico narraba las atrocidades que cometían los sinchis por placer, algunos de estos eran conocidos incluso por sus chapas de guerra y se las tenían juradas. Los dos hombres, concentrados en sus pensamientos, aun no habían tenido la oportunidad de tomar las armas, como muchos de sus conocidos. Lo que faltaba eran armas de fuego y ahora se estaba presentando la oportunidad de tenerlas para atacar el puesto de Lircay siempre y cuando el “partido” lo decidiera.

Más allá, los detenidos en “marcha de pato”, cogidos de la mano, eran literalmente, arreados hacia el puesto. No demoró en llenarse el pequeño y lúgubre calabozo, nunca había albergado a más de cuatro parroquianos insolentes en su embriaguez. Meses más tarde el calabozo sería testigo de un insólito acontecimiento. Las órdenes dadas por los uniformados, tan consistentes no sólo por la voz o los golpes propinados ante cualquier queja; sus rostros, esos helados ojos y el olor a muerte servían para tal propósito. Dejaban sus detenidos y enrumbaban a los lugares donde se percibía luz, música o gritos. Toda la madrugada era un ir y venir de personas. Se acondicionó el baño, la oficina de los furrieles, el despacho del teniente, el pasadizo, llenos ahora de singulares lugareños. El patio delante del puesto, donde se hacían las formaciones, también sirvió para arrumar el gentío. Los familiares que trataban de acercarse a la esquina del puesto eran dispersados a balazos. “Con éstos no se puede jugar, esperemos que clareé el día para acercarnos a verlos”. “Pero ¿a quién recurrir?, ya han hablado con el tío Breña y no puede hacer nada, dice que es orden de un General de Ayacucho”. “Esto es un abuso, que en plenas fiestas suceda esto, está muy mal”. “Pero, si analizamos bien, estos hombres sólo cumplen órdenes, son como robots, no quieren razonar; son intransigentes, malos; tal vez así sea eso de “Zona de Emergencia”, con el agravante de que estamos con “toque de queda”, pero ni aun así se justifica el trato”. Un temerario familiar, se acercó demasiado al cordón de seguridad de los sinchis, fue incorporado a rastras a la ubicación del resto. Puestos en cuclillas y manos a la nuca, aprovechaban la oscuridad y la numerosa compañía para soltarse un poco, estirar las piernas entumecidas de frío, rabia y esfuerzo físico.

La ropa que vestían en esos momentos era de fiesta. Contradictoriamente, ahora la llevaban puestas en un calabozo mal oliente, en el despacho del teniente y furrieles, sucios de tantas caídas voluntarias e involuntarias. Diversos comentarios se escuchaban a media voz.

- Mira paisa, al año desempolvamos y nos ponemos el ternito, para venir a sentarnos en este basural.
- Quiero hablar con el oficial al mando, soy guardia civil, trabajo en la treinta y seis comandancia y no puedo estar en estas condiciones.

- Avísenle a mi mamá.
- Tengo todos los documentos en regla, esto es un abuso.
- Quiero hablar con el teniente, es mi amigo, por favor.
- ¿Dónde mierda se me cayó el zapato? y encima nuevo, ¡Carajo!
- A ver si son tan amables, dos cervecitas pues.
- ¿No tienes fósforo primo?
- Este borracho de mierda, parece que se ha cagado; para oler el desgraciado.
- ¿Dónde puedo achicar la bomba jefe?
- Oye Gástulo, mañana no hay deporte, puta madre, qué noche para pendeja.

Las horas pasaban y algunos ronquidos ponían la música de fondo. Seguían llegando algunos confundidos ciudadanos, lo raro era no ver mucho campesino, uno que otro vencido por efectos de la shacta. El trato que recibían era cruel, los sinchis creían que los hombres que llevaban ojotas y poncho tenían algo que ver con los “terrucos”. Sumisos, con la resignación de que el mañana será peor. Sus ojos demostraban orgullo, su servilismo engañoso los hacían más susceptibles al ensañamiento casi demencial; los golpes certeros del enemigo, alimento de odio; inmutables, sin quejas, sólo los ojos demostraban la furia contenida. Todos los años esperaban alegrar a la mamacha, lo único de bueno de los patrones; con lo que sucedía ella sabría castigar a los abusivos. Pero muy dentro de ellos había alegría, a su lado, hombres y mujeres de la ciudad oliendo a cerveza y perfumes caros, con la vestimenta diferente y buenos zapatos, respiraban y vivían la misma mierda que ellos. Esto nunca les pasó como experiencia, sonreían con malicia enseñando, con la escasa luz, los dientes verdes de chacchar la coca.

Transcurrían los días, no se realizó la fiesta del Aychacuchuy, donde matan una res, y las encargadas de cortar la carne, protagonizan un encuentro con los varones para no dejarse quitar, llevándose la alegría hasta las primeras horas del día siguiente, que es paseado uno de ellos con la piel del animal al estilo de un poncho. Cada día diferente del otro, más salvaje. Voces de rechazo, los atropellos y vejaciones a la orden del día. Las tiendecitas donde los guardias tenían un espacio ganado, se cerraban a su paso como signo de repudio a las barbaridades que hubieron a continuación a la noche de pesadilla; la víspera de la virgencita. Personas de lo más tranquilas caminaban por las calles, cuando sorprendidas, horrorizadas y maltratadas, les hacían ronda, bailaban a su alrededor, ebrios y con todos los síntomas de lujuria. Campesino que tenía la mala suerte de toparse con alguno de ellos, era considerado enemigo. Las llamadas, viajes, cartas y peticiones que el pueblo hacía llegar a las personas influyentes, de nada servía. El Comandante jefe de la comandancia de Huancavelica, hombre muy apacible, lircaíno, pariente de casi todo el pueblo, se encontraba con las manos atadas, no podía hacer absolutamente nada para evitar lo que estaba sucediendo. Por encima de él, había dos estrellitas sobre los hombros; éste había dado carta blanca y libre a sus engreídos, bajo su manto verde los protegía, sólo quedaba esperar.

El camarada “Pablo” llegó a Julcamarca, para seguir su proselitismo. Encargado de las bases de la zona este de Huancavelica, recorría mucho terreno. Tintay, Pampas, Churcampa, Acobamba, Caja, Mayoe, Julcamarca (ahora estaba allí), la parte de Pilpichaca, Castrovirreyna y muchos pueblos más. Los conocía a todos, conocía su gente. En la última incursión había perdido varios hombres, si es que hombres se podían llamar a esas criaturas que perdieron la vida en combate. Ellos también se habían bajado varios enemigos del pueblo.

- “Tito”, reúne a la gente, con mujeres y jóvenes, ahora es cuando necesitamos por lo menos diez valientes, para reponer a los soldados de la revolución que perdimos en Paras.
- En todo caso camarada los obligamos, ¡Qué tal concha, carajo! La lucha del pueblo y por el pueblo no necesita de contemplaciones o consideraciones. O están con nosotros, o están con los asesinos y explotadores, que ellos elijan. Peor para ellos, se les da vuelta como escarmiento y le ponemos un letrero: “Por cobardes”

- Tienes un razonamiento medio pendejo, pero práctico. Vales mucho Tito, ¿lo sabías?, pero con vehemencia no se llega lejos. Los arrebatos nos lleva a equivocarnos y la verdadera revolución, no tan sólo es ímpetu. No es necesario atemorizarlos, debemos actuar con cautela. La realidad se refleja y la dialéctica sigue su cauce, como hay día hay noche. No te sulfures con los comuneros, acuérdate de nuestros inicios, también nos cagabamos de miedo, eso es normal. Tienen familia, su terrenito, sus animalitos, eso es todo lo que tienen. Aparte que éste es su mundo. Pero, ojo, lo más fuerte que tienen es su espíritu, están íntimamente enraizados a su tierra, es su diosa, la “Pachamama”, por ella viven. Hasta nosotros cuando nos invitan su shacta, esparcimos algunas gotitas en ella, en señal de respeto. Siempre me digo que es una cojudez, pero lo respeto y lo cumplo religiosamente. Tienes que entender, que por la mala, nada, por las buenas, todo. No te olvides, esta regla es hasta con las mujeres. Paciencia, Tito, paciencia. Y ahora si Tito, te vas a reunir a la gente y por favor, nada de gritos extraños, confió mucho en ti, relájate.


A regañadientes se levantó Tito del lugar apartado, donde conversaban, el descampado y el frío viento mordiéndoles las orejas, las manos y la nariz. Cuatro emisarios partieron por los puntos cardinales, reunión de los compañeros. Siempre daba gusto escuchar al camarada Pablo. Frente a él tenía por lo menos un centenar de cabezas, entre jóvenes, viejos, ancianos, mujeres y criaturas, que de vez en cuando lanzaban unos chillidos y quejas en quechua, callados por un fuerte pellizco de la madre. Dos rostros conocidos se encontraban esa tarde friolenta, esos que vieron a los sinchis actuar la noche de la víspera. Tan pronto como el camarada Pablo exhortó a los nuevos combatientes, uno de ellos pidió permiso para contar con detalles y exageraciones, lo sucedido. Otros contaban lo que venía ocurriendo los días sucesivos. La rabia se sentía en las respuestas del camarada jefe.

- Podemos bajar un buen grupo armado y sorprenderlo camarada, siempre están en grupo de cuatro. Nos apoderamos de sus armas y seguimos con los que quedan.
- No podemos arriesgarnos a que Lircay se convierta en un nuevo río de sangre, por que suponiendo que algo salga mal, el único responsable soy yo. Pensemos con calma. El armamento que usan los sinchis es sofisticado, los HK, están muy bien preparados, no están hueveando como los otros. Nosotros apenas tenemos cinco escopetas, algunos revólveres casi inservibles y un poco de dinamita, ¿qué haríamos con eso?, mejor, suicidarnos.
- En eso tiene usted toda la razón, no podemos estropearlo todo sólo por las ganas de hacer justicia, cuántas batallas se han perdido por apresurados.
- Lo que vamos hacer, es reunir, planificar y comunicar al resto de compañeros, para recibir su apoyo. Mientras tanto iré a informar a la base de Huamanga, para decidir qué y cuándo hacerlo. Les pido un poco de paciencia y les aseguro que no habrá de pasar mucho tiempo para que los enemigos del pueblo paguen sus culpas.


Una docena de jóvenes se plegó esa tarde friolenta al grupo de Pablo, dos ya conocidos, corría un vientecillo frío y el sol tímido apenas abrigaba. Se retiraron dando vivas al presidente Gonzalo y a la revolución, esperando reunirse lo más pronto posible.


Dentro de los recién llegados a reforzar el ralo puesto se encontraba “Paisic”, joven, trujillano, recio, alto y colorado. Nunca hablaba demás, un “si”, o un “no”, era su manera única de comunicarse. Le gustaba mostrar un collar de orejas humanas, se sentía orgulloso de ellas. Por las noches era una perfecta estatua de piedra, nadie sabía dónde estaba, su camuflaje era tan perfecto que a veces los colegas pasaban a su lado y ni cuenta se daban. Esperaba al enemigo. Los enemigos enterados de quiénes se encontraban en Lircay, por las noches desde los cerros aledaños gritaban sus nombres, pero en especial de Paisic. “Paisic, ya te tenemos, de esta no te escapas asesino”, se escuchaba a lo lejos el eco, por los oscuros y siniestros cerros. Las ráfagas de sus pistolas, dirigidas hacía la voz no descansaban toda la noche. Veinte hombres, los demás no existían. Se cuidaban, se turnaban tan disciplinadamente, que causaba envidia al precario conocimiento de sobrevivencia de los novatos colegas. Como nadie quería darles de comer y nadie les fiaba, hacían sobrevivencia de maneras por demás espantosas. Todos se reunieron en Huamanga, tras tres años de haber permanecido en diferentes puestos de Ayacucho. Conforme iban llegando, sin más cosas que su desgastado, deshilachado uniforme y el armamento afectado. Pero con la razón transformada por las muertes, enfrentamientos, muchachas preñadas y el salvajismo. La pequeña cuadra del personal servía para matar el tiempo, charlando, jugando casinos. De Huamanga a Mazamari en Hércules, sólo quedaba dos horas, a esperar a los demás. Cuando la suma de estos se hizo veinte, vieron entrar a la cuadra a su jefe. Un mayor, alto esmirriado y con un don de mando que todos se cuadraron militarmente. Más que jefe, era un amigo.

- ¿Qué tal muchachos?
- Aquí jefe, haciendo tiempo para regresar a la Cuarenta y Ocho.
- Si, ya está todo listo. Parece que se ha presentado un pequeño inconveniente, me desagrada decirlo, pero el máximo jefe me ha pedido que hable con ustedes, para que no haya malos entendidos ni resentimientos.
- ¿Qué hay jefe? Ya nada nos sorprende, mejor suéltela.
- En Huancavelica hay un swing, es por una semana y media. Según el jefazo es pan comido. Estaremos de apoyo al contingente de básicos que se encuentra allí.
- Pero jefatura, mire, no hay billete, estos uniformes deshechos, y usted sabe que ha nosotros nadie quiere darnos ni agua.
- Entonces el comando esperará hasta la semana que viene, que de Lima vienen un contingente de básicos. Pero de todas maneras les agradezco la atención.
- Aguante su vehículo jefe, nadie ha dicho que no, si lo que nos falta nos lo proporcionan, iremos a despedirnos de los hermanos terruquitos de esa zona
- Siempre en combate, así me gusta. Tienen una hora para estar con todas sus chivas listas. Dinero no hay, pues ya está en su nueva unidad. Cubillas les dirá donde pedir nuevos uniformes y munición, la radio lo lleva Cisneros, por grandazo. Salen a las once de la mañana en dos helicópteros, su destino: Lircay en Huancavelica. Buena suerte muchachos.


Sacando el pie izquierdo hacía delante grito ¡sinchi!, contestando los patibularios hombres con el mismo pie adelante, tres veces consecutivas; ¡ra!, ¡ra!, ¡ra! Extraño ritual. Terminando éste con un: “Solo merece vivir, quien por un noble ideal esta dispuesto a morir”, coreado por la veintena.
Es así como se vieron estos hombres a fines de julio, saltando de los helicópteros. El general Jefe Político Militar, los había acogido como sus engreídos, no era para menos; cualquier apagón en la ciudad de Huamanga, como pan de cada día, eran los sinchis los que iban adelante, tras de ellos con cautela los demás grupos antisubersivos de la fuerzas armadas, se encargaban de perseguir o contrarrestar las agresiones. Los juicios que se les planteaba por abuso de autoridad, muertes, violaciones, desaparecidos, etc. los ponían a buen recaudo, archivados o incinerados al cabo de un tiempo, por el gran jefe. Si los jefes lo apoyaban, quería decir, que lo que estaban haciendo, estaba bien y por ende se sentían bien. Acostumbrados a vivir en un mundo que los rechazaba, por miedo. Los pueblos de Ayacucho son testigos del actuar casi demencial, con la aprobación de las más altas autoridades militares e inclusive políticas.


El ministerio de agricultura ordenó la veda de truchas por tres meses en el cauce del río lircaíno, el Sicra, pues el Upumayo, contaminado por las minas de Julcani sólo traía relave. . Radio “Unión”, emisora que se captaba bien por las mañanas, en un programa de denuncias; “¿Qué pasa?”, se escuchó un día mientras devoraban con gusto, trucha frita, al frente del puesto. “¿Qué pasa en Lircay, provincia de Angaraes en Huancavelica con la guardia civil? El Ministerio de Agricultura a decretado la veda de truchas, sin embargo los guardias disfrutan suculentos platos de este manjar, todos los días… ¿Qué pasa en Lircay, con la guardia civil?”. Sobrevivían en sitios realmente inhóspitos, perdieron un poco su alma, pero nunca el compañerismo, la lealtad entre ellos, lazo sentimental muy difícil de explicar. No se inmutaban, tenían que sobrevivir, el resto era cuento.


Veintidós días exactos, estuvieron los lircaínos soportando, hasta los días actuales aún lo recuerdan. Se escuchó el batir de hélices nuevamente hacía el sur. La cara de alegría de estos hombres no podía ser más explícita, hasta el que no hablaba nunca se convirtió en un loro. Demasiados cansados en cuerpo y espíritu se encontraban, vivir como vivían, más que suficiente, para sufrir consigo mismos. Los guardias inexpertos, nunca vieron, ni podrán ver la valentía y audacia con la que actuaron esos veinte dos días. Mochila al hombro, pistolas a la bandolera, obsequiando a los curiosos colegas algunas granadas de guerra, piñas negras, que a donde iban, no las iban a necesitar. “Nunca se olviden de nosotros”. “Mucha suerte, cuídense bastante, siempre mosca”. “Esta vez te salvaste Gástulo, la próxima no tendrás tanta suerte”. Le decía esto último Cisneros al nombrado, quien se atrevió a increparle por abusar de un campesino, no gustándole nada al paranoico sinchi, con suerte para el campesino que salió bien librado; aprovechando la discusión entre los uniformados. Estos helicópteros no tienen puertas, al asentarse en el campo, se vio que estaba repleto de nuevos uniformes verdes olivos, ¡Qué horror!, la pesadilla comenzaba de nuevo. Se saludaban, abrazos, recomendaciones, datos de alguna amiga y un: “¡Nos vemos!”, fue lo que escucharon los chismosos, volviéndose a repetir la historia de hace veinte dos días. Toda sospecha de que serían iguales o peores, se les fue, cuando se presentaron al teniente. Todos venían de heterogéneas comandancias limeñas, totalmente diferentes, con la mirada picara, bromas pendejas, cachacientos, palomillas, alegres. Estaban en Lircay por “el billete”, como ellos lo decían, la familia, “los hijos de mierda que crecen y piden no más, como si cagáramos plata, que nos queda hermano”. Eran los llamados, a relevar al contingente. El servicio de inteligencia detectó información, de que Lircay era un punto vulnerable, y por eso el aumento de personal. Estas personas se arriesgaban por un poco de plata. No se entendía quienes estaban más locos, por que eso no es nada cuerdo que digamos. Mucho más humanos, siempre acompañados con el alcohol, eso es harina de otro costal.

Al mando del nuevo grupo, un teniente asustado y confundido por la heterogeneidad de personalidades de su personal a cargo. Y, cuidado, no se trataba de mansas palomas, cierto que su primera necesidad era el dinero, se chocaba con personas que tenían roces con personas de mal vivir. Delincuentes, carteristas, asaltantes, proxenetas, prostitutas, y toda laya de joyitas de nuestra bien amada capital. El teniente apenas se presentó con el jefe, su colega, dialogó largo y tendido a solas.



- ¿Qué tal el grupo?, acá te pondré sobre autos, todo el personal es chévere.
- Mi teniente, la gente que viene conmigo recién los he conocido ayer en el aeropuerto de Lima, hoy día hemos estado en Ayacucho y apenas hemos cruzado algunas palabras, el Primero es trujillano, aunque se la pegan de machitos están como gelatinas, como vírgenes el primer día de su matrimonio. Todos somos de diferentes comandancias de Lima, o sea, imagínese usted las joyitas que hay.
- Bueno pues, habrá que hablarles claro, por que si vienen con huevadas nos chifan, esto no es un juego. Más bien hay que escoger a los que juegan pelota, hace más de un mes que no jugamos. Ya te iré contando las cosas que hemos pasado con los sinchis que has relevado.

Genaro, Urday, la Gringa, Ricardo, el Burrito, el loco Trece,…, todos mayores, personas que conocían la vida limeña, pendejos, atrevidos, bocasucias, pero con un buen corazón. Ese corazón que se hace más bondadoso por la incertidumbre de encontrarse lejos de la familia. Estaban allí para sustentar a sus pequeños, pagar deudas, algún romántico desubicado como Bustamante, otros para alejarse del mundanal mundo limeño, todos con la misma visión; hacer platita. Los consejos de portarse bien, venían hasta del más moroco, recibían los consejos con simpatía, los que se fueron nunca preguntaron nada, sólo actuaban. Siguieron los consejos al pie de letra, estos “achorados”, tuvieron el razonamiento más adecuado, la tranquilidad, regresó a Lircay.

Días después que se hiciera el relevo del personal de la cuarenta y ocho comandancia, con la media centena de comandancias limeñas, se celebró en Lircay una reunión clandestina.

- El personal que ha remplazado a los sinchis, son como el agua y el aceite, dista un abismo. Su comportamiento, su trato y su educación con la población, es cordial y atenta, creo que deberíamos analizar todo esto y ver de diferente manera, qué es lo se debe hacer.
- Eso no nos concierne a nosotros, con ellos o sin ellos las bases han decidido exterminarlos. La incursión ha sido programada para mediados de octubre, se están ultimando algunas cosas sueltas para que no haya sorpresas y punto.
- ¿Y no se puede dar marcha atrás?
- Esto no es un juego, las decisiones se han tomado, es imposible. Ustedes ya están advertidos, estaremos comunicándonos como lo hemos venido haciendo, les agradezco por su atención. Hasta pronto compañeros, con permiso.

Así como vino se fue, con la oscuridad. El dilema estaba puesto sobre el tapete de los concurrentes a esta reunión. Apenas podían verse por la oscuridad, sólo se reconocían por la voz y allí nadie pronunció un nombre. Esto se hubiera dado cuando los sinchis cometían las barbaridades, que ellos lo sufrieron. Pero ahora no, Lircay volvió a ser el mismo desde que se fueron, jugaban pelota con los nuevos, condescendientes con el toque de queda, cualquier actividad, religiosa, educativa, deportiva, siempre en camaradería con los guardias del puesto. Era jugarle sucio a los amigos, pero ellos también cumplían órdenes, ¿quiénes eran peores, ellos o los sinchis?

La tranquilidad y la paz se percibían en el pueblo. Transcurría entre el peloteo, algunos tragos y alguna aventurilla. El servicio que era imposible de sortear. La llamada camaradería reinante entre los que componían el grueso conglomerado policial, se reflejaba en sus acciones. La cuadra frente al puesto, albergaba toda clase de mentalidades, gracias al cielo, ninguna de anomalía criminal. Noches de risa, recuerdos, insectos, insultos, zapatazos, una que otra vez algún tiro soltado por algún anormal. Nadie se imaginaba que sus cabezas se estaban jugando el trofeo más importante para las huestes asesinas de Sendero. Como caer una noche oscura a un hoyo profundo y romperse la crisma, sin emitir ningún quejido. Algunos, padres de familia, recordaban a sus hijos mostrando sus fotos y las cartas que les llegaban, diciéndoles que se cuiden. Lagrimas, carcajadas acompañaban los días. Todo era felicidad.

Gástulo pudo vivir estos dos cambios de circunstancias. Le gustaba Lircay, el clima, su gente, las mujeres, los amigos y enemigos, su trabajo. La diosa en el amor, le enseñó lo que nunca experimentó, la desbordante pasión nocturna que duraba hasta el alba, lo trastornó. La bella dama, vecina del trabajo, despertó en él, lujuria desmedida. La primera noche, se encontró flotando en un aire espeso. Experimentada en las lides del amor, separó sus extremidades inferiores, asfixiándolo de placer hasta el amanecer. Con la sonrisa de estúpido, descansó sus buenas horas. Le comunicaron que tenía “cuatro días de arresto simple”; el tenor: “Alejarse del Puesto, sin avisar, por espacio de ocho horas, con el agravante de estar en Zona de Emergencia”. Pudo haberse disculpado con el oficial sancionador, pero no podía decirle que había desaparecido entre las piernas y brazos de la bella dama. Comiéndose su orgullo aceptó no sólo los cuatro días, sino, la elevación del castigo a diecisiete días por parte del comandante jefe. Cuando no se podía hacer ya nada, el teniente se disculpó por la falta de tino, quedando como colegas, esa sanción sería el comienzo de una retahíla imparable.

Quince de octubre del ochenta y tres. Cielo despejado, un azul impresionante, el sol radiante saludó a la ciudad y los ciudadanos de Lircay. El teniente Gallardo, gordito simpaticón, recibió un oficio de invitación a un campeonato de fulbito, donde se disputaría una fuente de guiso de venado y una caja de cerveza. Nueve y media de la mañana, ordenó que el equipo se preparara para el encuentro. Partieron los seis titulares con dos suplentes por si acaso, unidos a estos los guardias que gustaban de ver el peloteo; pese a ser uno más de la semana. Dejando al cuidado del armamento a los colegas salieron los jóvenes guardias deportistas a defender su institución. El encuentro giró en tonalidades diferentes, patadas, goles, caídas, más patadas y más goles. El resultado final, meritorio empate. Los organizadores, para no desairar al invitado propusieron:

- Bueno teniente, se ha jugado un buen partido y se ha dado el empate, parece que el premio tenemos que compartirlo entre los dos equipos, si es que no tienen ningún inconveniente.
- Por mi parte no tengo nada que discutir, al contrario, este empate me ha dado una sed de camello, más bien yo invito un par de cerbatanas bien frías, así que aproximémonos al local a refrescarnos.


Requintando por lo ocurrido, no le gustaba empatar, enrumbó hacía el puesto. Su MGP a la bandolera y mascullando su cólera se decía: “Por qué siempre tenía que jugar todo el partido el teniente, el segundo tiempo ya está parado como un pincho y no ayuda nada, el arquero otro huevón; le hicieron dos goles cojudos. Y encima de eso, hay que repartirse el premio, yo me voy al puesto, siempre hay alguien con quien tomar un par de cervezas luego del chapuzón”. Chumacero le cubría el servicio. Piurano, casi una criatura, no le gustaba el deporte, en cierta oportunidad, en formación le salió su origen, cuando en un accidente automovilístico manifestó que “el carro lo había chancado”, causando hilaridad a los reunidos por lo de chancado. Atropellar era sinónimo de chancar para él y nadie lo convencía de lo contrario. Siempre presto a apoyar el servicio en eventos deportivos. Él, quería ser oficial y se preparaba concientemente para ello. Muy conocido por su cabeza de pollo para los tragos. Llegó aun sudoroso al puesto, encontrando a Chumacero en la puerta:
- ¿Y promoción, cómo les fue?
- Ahí compadre, nos empataron.
- ¿Y la gente?
- Esos anormales se están tomando unos tragos, hay que esperarlos. Mira Chumacero, voy a darme un duchazo al CRAS y vengo a encargarme del servicio. Ya debes estar con hambre, espérame unos quince minutos, OK.
- Esta bien promoción.

Le decía promoción por compañerismo, se llevaban un mes, casi nada. Luego de darse un refrescante y revitalizador baño en las instalaciones del viejo y abandonado CRAS, al costado de la iglesia de Pueblo Nuevo, se dirigió a ponerse el uniforme para tomar posesión del servicio. Daban casi las tres de la tarde. El sol seguía inquietante.

- Bueno promoción, sólo estamos tú y yo.
- Sin mariconadas Chumacero, no entro en esas huevadas.
- ¿Qué paso promoción?
- Una broma compadre.
- Esos humos lo bajaría un buen par de cervezas, estás más asado que pavo de navidad. Espera un minuto, voy a traerlas.
- Qué has dicho con eso, no me molesto.

Algo raro sucedía, primero este buen muchacho no tomaba y si tomaba bastaba una cerveza para que esté como una cuba o una peonza. O tal vez era el respeto que sentía por el compañero que estaba frente a él. Siempre escuchaba con admiración la valentía, con que había retado al sinchi Cisneros sin temblarle la voz, su conversación extraña y sus dotes de buen amante con la encargada de correos, eran más que suficiente para tenerle respeto. Con el caminar lento y ceremonioso, su sonrisa campechana, se acercó con las botellas en la mano, con el aire piurano de inocente y divertido.

- ¡Salud promoción y sin mariconadas!- Alzó el vaso para brindar.
- Sírvete mi hermano.
- ¿Sabes Gástulo?, en diciembre viajo a Lima, mi sueño es ingresar a la de oficiales y tengo que aprovechar mi vara antes que le den de baja.
- Tú eres chévere Tomás, creo que sí lo agarras. Lo que debes preocuparte es en la parte física, por las mañanas debes ponerte un plástico debajo de tu chompa e irte a correr al estadio, para que estés en forma.
- Siempre que puedo estoy haciéndolo, aparte, el prospecto del año pasado lo estoy resolviendo con ayuda del profe de matemáticas del colegio, no está difícil.
- Entonces compadre, no hay problema. Lo que si me llegaría al pájaro, es encontrarte de oficial y tener que saludarte, pero no hablemos cojudeces teniendo la cebada en la mano, ¡Salud!
- Salud promoción.

La conversación giró en torno al partido, desfogando y tranquilizándose Gástulo. Al acabarse el par, Gástulo fue por lo suyo. A Chumacero se le notaba los efectos del primer par, pero aun mantenía los ojos abiertos. Se aproximaba un vehículo, conocido por todo Lircay. El que manejaba, dueño del cine andante. Había llegado con sus maquinas a pasar películas de vaqueros, karatekas y de monstruos. Siempre alegre y afable. Se estacionó a lado de ellos, apeándose del carro, que más parecía una gran caja de fósforos, con un motorcito dentro. César Verástegui. Simpático y buen hombre, no tenía un ápice de tímido, los nacidos en el centro se caracterizan por el orgullo y templanza. Huancaíno, ingeniero mecánico, chambeador, mujeriego, borrachín, campechano, preparado, querendón, parrandero; factores infaltables en el carácter de los hombres nacidos en la incontrastable ciudad de Huancayo.


- ¡Hola Eversacha!
- ¿Qué tal Cesar, cómo te va?
- ¡Hola Tomás!- (Chumacero)
- ¡Hola César!

La amistad que se generó entre Gástulo y este nuevo personaje se debió mucho a las conversaciones, César como profesional, mostraba otra opinión a la acostumbrada los días y las noches a lado de los amigos y colegas. Los temas diversos, apuntando siempre a la literatura, a la nostalgia, a la podredumbre humana, analizaban a Sendero en pro y en contra, quedándose en la duda, duda peligrosa. Gástulo pasaba los días siempre con algún libro entre manos, esto llamó la atención al nuevo personaje, raro era ver un policía leyendo a “El mono desnudo”, de Morris.
Mientras tanto Chumacero, daba muestras de querer caer en los brazos de Morfeo, silabeaba alguna que otra palabra y saludando a lo militar se despidió, rechazando la ayuda, orgulloso en su obnubilación.

- ¿Qué vas a hacer en la noche Eversacha?
- Salgo de servicio a las siete p.m., después a comer, luego ¿qué hay?
- Han llegado un par de enfermeras de Julcani y si estas con ganas de pasar una noche romántica, diferente a la que pasas con tu viejita, podríamos ir a verlas, me han pedido muy especialmente que te lleve, ahora si practicas la fidelidad, no me hago problemas y busco otro pata para que me acompañe.
- Espera un rato, porqué te adelantas si no he contestado nada, pero dime, ¿porqué a mí, acaso las conozco, también toman su traguito?
- Demasiadas preguntas carajo, pareces de la PIP, ¿cuándo te he mentido? Me parece que te han visto, o saben algo de la tía y quieren comprobar en persona, si todo lo que se habla es cierto.
- Mientras hacemos hora, le pondremos dos cervezas más, o ¿te molestas?
- Claro pues Eversacha, no faltaba más.

Faltaban pocos minutos para las cinco de la tarde. El lugar estaba desierto. Los guardias, sino en su totalidad, festejaban el empate. Cinco y cuarto, rompiendo el silencio de las calles, se acercaba El Huáscar, haciendo sonar la bocina como alegrándose de poder ir a descansar algunas horas. El único pasajero que descendió, fue el teniente “Canoso”, viejo teniente, muchos de su promoción ya eran comandantes. Oficial amargado, siempre con el ceño fruncido, todo le caía mal, se encerraba en su habitación, poco de hablar. En cierta oportunidad, los sinchis hacían una prueba de valor, colocándose uno de ellos contra la pared cubierto con un plástico amarillo, en la habitación de “Canoso”. El compañero disparaba alrededor del cuerpo, demostrando mucha pericia, cuando el “valeroso” se retiraba a cobrar la apuesta, escuchó decir: “Falta la vuelta”. Regresó al sitio indicado, el tirador cambio de cacerina de su moderna HK, apuntó y siguió disparando, haciendo la misma parábola de regreso. Erró uno de ellos en el hombro del “blanco”. Se preocuparon mucho por la herida limpia del “valeroso”, pues atravesó el hombro no causándole rotura de hueso, por eso de herida limpia. Tras la cortinita de plástico, se encontraba el uniforme de gala del “Canoso”. Dio el grito al cielo al encontrar su polaca y camisa hechas un arnero. Nunca sancionó la falta, sabiendo quién lo hizo. Otra de su cualidad: no meterse con nadie.

La disciplina militar recibida, se manifestó en Gástulo al acercarse a darle cuenta del servicio.

- El servicio sin novedad mi teniente.
- Bien Gástulo, y ¿la gente?
- Han tenido un compromiso, no demoran en venir jefe.
- Bien, bien. ¿Se están refrescando?
- Si jefe, ¿un vaso?
- Paso Gástulo, voy a mi habitación, nos vemos.
- Usted se lo pierde jefe, el polvo debe de haber sido bravo, remoje el gaznate.
- Allí no más, gracias, continúen, no se hagan bolas por mí, continúen.
- Entonces con su permiso jefe, ¡Salud César!


Siempre taciturno, solitario, sombrío. Polo opuesto de su colega. Siempre sonriendo, amiguero, jugador de pelota y casino, chupa caña y mujeriego. Este hubiera sido un médico timbero. De “Canoso” no se sabía nada, por su irascible carácter. Pasaba desapercibido, como sombra molestosa y penosa.

El sol, poco a poco se retiraba, las tardes piensan y evocan recuerdos, para dar paso a la oscuridad, la noche. Luna nueva, el reflejo de las galaxias llega a invadirnos, en su tenebrosidad. Sobre todo en la temeridad. La audacia a las que nos lleva, muchas veces nos lleva, al crimen. La lógica es respetar la vida, sea de quien sea, pero lo sombrío desencadena pasiones criminales. Los guardias regresaban, con muchas copas de más:

- ¡Hola Gástulo!
- ¡¿Qué tal muchachos, se nota que fue brava, verdad?!
- ¿Y dónde mierda te fuiste? ¡Carajo!

- Primero está mi servicio, segundo, con tanta bestia con la pelota me llegaron a la punta del pájaro, pero parece que ustedes la pasaron bien, ¿qué tal estuvo?
- Eres un teteras compadre, lo qué te has perdido. A habido de todo, comenzando por las chelas, el rancho, ni que se diga y lo mejor, las hembritas, chochera.
- Y, ¿los demás?
- Ya están picarones compadre, si a eso le sumas las costillitas. Pero no te preocupes, que tu anciana no está con la patota. Hasta el panzón del teniente está afanando a una profe.
- Y el huevón del Burrito seguro se quedó y de taquito me cagó el servicio, tiene que relevarme y no hay señales de su presencia. Y ya no falta nada para las siete. Se vuelve un Tony Curtis cuando hay una falda a su lado.
- No, nada que ver, se quedo en la pensión, tú lo conoces. Ese hueverto no toma ni agua. De mujeriego si es conocido, ya no te preocupes Gástulo, que aún falta diez minutos, no te desesperes.

El alcohol nos posee de diferentes maneras. Conforme llegaban, algunos se dirigían a su cuadra a seguir la borrachera en la etapa final, el Morfeo agitado. Los que eran esponjas se dirigían a las tiendecitas frente al puesto, donde amablemente les daban crédito, a sacar algunas botellas de espirituosas. Grabadoras a todo volumen, podían darse el lujo, todavía no eran las diez de la noche. Algunos bailarines demostraban la pericia en la salsa, “Careca”, salsero por antonomasia, fue siempre el vencedor y esa noche estaba inspirado. Cinco minutos para dar las siete, llegó el Burrito, conocido también con el alías de “el escritor”. Empedernido escritor de cartas, todos los días escribía; familiares, amigos y a sus “hembritas”, como él los llamaba. Delirante pasión. Durante la estancia en Lircay, tres guapas y esculturales chicas lo visitaron. Simpático, bien vestido, dos bigotitos realzaban sus ganas de vivir a plenitud su juventud. Buen acompañante en las tertulias baquianas, recibía sus buenas reprimendas, inmutable compañero con su Coca Cola en mano. Apreciado por los compañeros, los solteros aprovechaban del arte de escribir de Bustamante, para pedirle que escribiera a los amores lejanos, le daban las características de la novia, enamorada, amante, para todos había. Nunca se negó, gustaba hacerlo, lujurioso escritor.


- Todo conforme y sin novedad, mi querido Burrito, sólo que el cargoso de Canoso llegó en el Huáscar y hay que estar moscas.
- Ya debes estar desesperado por meterle tus tragos, no esperes más, eso si ten mucho cuidado y no regreses tarde, cuídate.
- Hay dos damitas que desean buena compañía y como todo un buen caballero, no puedo dejar de brindarla, si no regreso temprano es por ese pequeño inconveniente. Trata que esos simpáticos no metan mucha bulla, ya conoces al Canoso, no vaya a estar jodiendo, claro que no dice ni michi, pero a cada rato está saliendo a ver el servicio. Estaba metiéndole dos chelitas, pero nos aguantamos, para que no nos este mirando mal. Así que arranco, nos estamos viendo más tarzán, y, ¡Suerte! (Subiéndose al pequeño vehículo).
- Nos vemos Gástulo, cuídate.

Salieron disparados a la pensión, tenían que echarle algo al buche. Les daban tiempo a las damas de acicalarse. Cruzaron el puente Rumichaca que une Bellavista con Pueblo Nuevo o viceversa. Bellavista, barrio donde comienza el pueblo. Las instituciones se posesionaron de Pueblo Nuevo; juzgado, policía, salud, colegios, subprefectura, correos, etc. César conocía la casa, estacionó la caja de fósforo. Golpeó una puerta.

- Buenas noches, por favor la señorita Rebeca.
- Todavía no llega señor, algún mensaje.
- Dígame, ¿qué hora llega?
- No demora, por que no se da una vuelta.
- Regreso entonces amigo.- Despidiéndose.
- Oye César, pásame la caña, a ver si recuerdo cómo se maneja.
- Dale despacio Eversacha, estos carros no tienen buena estabilidad, no vaya a ser que en una de esas curvas nos saquemos la mierda y adiós plancito.

- No te preocupes, estás con un “fercho” de ruta larga.

“¿Dónde ir hasta que lleguen las flacas? Obligatoriamente a hacer hora. Había carro, aprovechémoslo”, se dijo Gástulo. Tomó rumbo nuevamente a Pueblo Nuevo, giró antes de entrar a la calle del puesto, para dirigirse a Pueblo Viejo. Pueblo fantasma, sólo para la fiesta de la Patrona es visitado en magnitud. Uno que otro parroquiano ponía el tinte de vida al triste panorama en el día, de noche podría tener ingredientes diferentes. Gástulo sólo quería dar una vuelta, pero esforzaba a la maquina y César dijo:

- Tomémonos un trago para este frío y poder hacer hora, por acá debe de haber algún sitio donde nos sirvan algo para abrigarse.
- Pero y ¿las flacas?
- No te desesperes, un anisadito para el frío y bajamos a buscarlas, no se van a mover, por que saben que ya hemos ido a buscarlas.
- Busquemos una tienda, mira ahí hay una.

Una de las dos recias puertas, estaba abierta y de adentro salía una tenue luz, invitando a entrar. Un escaño con alfombra, una gran mesa, un lamparín a kerosén; ocultando a las personas un pedazo de cartón, puesto en uno de los agarradores del vidrio. Tres personas tras la luz, observaban los movimientos de fuera. Saludaron y recién cuando los ojos se acostumbraron a la penumbra, distinguieron a estos. Dos venerables ancianos y una joven dama, bien vestida, correcta y atractiva. “Adelante señores, en que les podemos servir”, escucharon. Parecía como si los estuvieran esperando, la amabilidad de la guapa joven que los atendía los hizo olvidar un poco a las de Julcani. El dueño de tan acogedor rincón; maestro de literatura jubilado. Con mucha experiencia. Amigo de Arguedas, personaje inquietante en la vivencia de Gástulo; el maestro habló mucho de él, partes de la vida desconocida del dueño de Warma Kuyay (Amor de niño), fascinaba al ignaro. Acomodándose en el escaño, seguía con deleite y atención las historias del viejo maestro. Escuchó absorto la vida de “Ernesto”, hipnotizado y con la boca abierta seguía la charla. Mientras tanto los segundos y minutos pasaban inexorables. Esposa e hija intervenían de cuando en vez, mostrando también una cultura fuera de lo común, “¿Dónde estaban estas personas cuando él necesitaba de ellas? De cuando en cuando las ideas se le iban a otros lados, pero seguía el hilo de la conversación. La idea principal, en esas micras de segundos cuando se perdía, era Bellavista, de seguro las chicas estarían cambiadas y perfumadas, dispuestas a un buen fin de semana. En el fondo, no tenía ganas de regresar, al contemplar de reojo a la misteriosa y agradable muchacha que los acompañaba.

Continuaron con el anisado, mientras la conversación se hacía más interesante. El desenvolvimiento con que la hermosa dama discernía acerca de temas literarios, los tenía en vilo, sumados a las prácticas y bien apuntaladas intervenciones de los venerables ancianos.

- Una botellita más de anisado, por favor.
- Qué ocurrencia señor Gástulo, esta corre por cuenta de la casa, ahora, está noche ustedes son nuestros invitados, por favor.
- Le estamos agradecidos por la gentileza – todo un caballero- , respecto al comentario del suicidio de José María en los baños de la universidad agraria, se debió a una fuerte depresión que no lo dejaba escribir, tal vez por eso no llego a concluir “El zorro de arriba y el zorro de abajo”, más los estragos del alcohol, jugó un papel preponderante y tomará la decisión de meterse un tiro en la sien.
- Para tomar esa medida, hay que ser geniales, Hemingway y Arguedas están incluidos en ese tipo. Calculadores, miden la vida y sus consecuencias y ¡Púm!

- Totalmente de acuerdo, como dicen los americanos OK.- Intervino César.

Los que conocemos y los estudiosos de el alcohol en sus efectos y consecuencias de estas tertulias; con una dama bella y culta, buena conversación, lugar agradable, conspiran para que los baquianos esa noche, se haga eterna. Mirando el reloj, de esos Citezen de cuatro perillas, que colgaba de la muñeca; pasaban las diez de la noche. Hora propicia para la retirada, el pararse, vigilar la salida con precaución, el arma siempre en ristre con el dedo en el seguro, pusieron nerviosos a los dueños de casa. Pese a las dos botellas de anisado, conservaba su sistema de defensa, lo activaba el trago. Con ademanes demasiado elocuentes, Gástulo se preparaba para la despedida. El dueño del carro, el dueño de la tienda, la anciana venerable y sobre todo, la beldad de la opaca luz de lamparín.

- Bueno mis queridos y respetables señores, señorita, ya es hora buena para retirarse, con su permiso. César despídete.
- Pero Ever, la del estribo y somos fuga. Bellavista nos espera.
- Me parece oír que su preocupación es Bellavista, deben de haber cosas más interesantes e importantes, que este humilde rinconcito.- Intervino la agraciada señorita.
“Si me pides que me quede a pasar la noche a lado tuyo, mando a la mierda a todo el mundo, si así es tú voz, cálida y sensual, tú cuerpo debe de ser mucho mejor”, pensó casi en voz alta Gástulo.

- Lo que pasa señorita, es que ya pasaron varios minutos después de las diez. Mis colegas han estado libando desde temprano y a estas horas deben de estar más que locos. Siempre es bueno, como me enseño mi difunto padre: precaución y discreción. Y, valgan verdades, los conozco bien, siempre se meten en problemas, parecen unas criaturas, y aunque parezca mentira, siempre los meto en vereda.
- Usted cree que no lo entendemos, por supuesto que sí, por eso mismo, para que evite los problemas pueden quedarse el tiempo que deseen. Un colchón de paja debe de haber en la casa, y mañana temprano se van a sus domicilios, cuando los ánimos se hayan calmado. Salvo que Bellavista sea más importante.- Manifestó el profesor.
- ¿Quién soy para hacerme de rogar? Por favor que ande el anda.

Conforme el anisado iba disminuyendo de la botella, a los ancianos se los notaban nerviosos, parecía o era su imaginación de Gástulo. Tomó la decisión de retirarse. Los nuevos amigos trataban de demorar el paso de la botella. La venerable anciana, levantándose del rincón oscuro manifestó:

- Parece que la única manera de remediar el problema, la nostalgia y la preocupación de los presentes, es brindando. Y, por favor, a una dama ya vieja, no se puede desairar. Si después de ésta tratamos de detenerlos, será por que no pueden manejar debido a su estado. Los lircaynos nos hemos caracterizado de ser hospitalarios con las forasteros, y más aun si son unos caballeros, a mi no me vengan con remilgos de esa naturaleza, por que me ofende, ¡Salud, señor Gástulo!


Carajo, con esas palabras tajantes no había lugar a replica. Se adivinaba a trasluz, la otrora belleza de mujer. Los pelos encanecidos, manos marchitas, una chispa en los ojos de coquetería; resultaba difícil seguir insistiendo en la partida.

- Pero eso si, los cigarrillos son míos señora mía.- Irónico.

La imaginación de Gástulo, trabajaba a mil por hora. ¿Qué estaba sucediendo? La primera vez que se conocían, y ya lo estaban invitando a descansar y pasar la noche. Seguramente lo habían visto deambular por alguna calle de Lircay. César también contribuía en pasar, por lo menos una hora más, en terminar la nueva botella de anisado. De lo que no tenía duda alguna, era, que esos tres extraños que estaban al otro lado de la mesa, animándolo y sonriéndole; le agradaban de sobremanera y su amistad parecía sincera. Pero quedaban las otras interrogantes, inquietantes, flotando sobre su cabeza ya obnubilada por los efectos del alcohol. De la euforia de las dos primeras botellas, paso a un estado de meditación. Contestaba con monosílabos, los apuraba para que la copa de la vuelta más rápido, multándose, con la finalidad de que se acabara rápido. Cinco minutos para las once de la noche, las ofertas, y los buenos deseos, se fueron haciendo cortos. Salieron a la oscura noche, acostumbrados a la tenue luz del lamparín, sus ojos tardaron unos cuantos segundos en acostumbrarse al cambio, el frío calaba de nuevo, la tibieza y calidez de las personas y del cuarto desaparecieron. La disconformidad de los dueños de casa, con palabras amables los siguió hasta la fría oscuridad. De nada sirvió. A lo lejos se escuchaba ráfagas de ametralladoras. Los colegas estaban locos, los tragos los ponían escandalosos y divertidos.

- Bueno mis nuevos y ya viejos amigos, con mucha pena llegó la hora de despedirnos. Otro día más temprano y en otras circunstancias, seguiremos con esta amena e interesante charla. Tengan ustedes muy buenas noches, esperando que no tengan pesadillas conmigo. Hasta la vista.

- Cuídese mucho señor Gástulo, usted también ingeniero.



César tomó el mando del pequeño vehículo, no necesitaba encender el motor. Sacó el freno de mano, y lo desenganchó, rodando el carro; primero lentamente para ir agarrando viada en la bajada. Iban de lo más bien, cuando faltando unos sesenta metros para llegar a la esquina y doblar hacía el puesto, la balacera que se escuchaba no era normal, por que se sumaban a estos explosiones que estremecían la noche. Cuándo si fue anormal, a unos veinte metros vio personas con cartuchos de dinamita y algunas pistolas pequeñas, recargando las escopetas de retrocarga, corriendo de un lado a otro, “Aquí están…”, pensó Gástulo. Tantas veces tuvo el deseo de verse involucrado en este tipo de circunstancias, pero ahora sentía un miedo cervical, no era sólo su imaginación, esto escapaba de su escurridiza manía de crearse aventuras y peleas, de senderistas con policías. Mientras escuchaba:

- ¡Ríndase Carajo!
- Entreguen sus armas, no les sucederá nada.
- ¡Únanse a la lucha armada!
- ¡Viva el presidente Gonzalo!
- ¡Viva la guerra de guerrillas!

Más allá, se escuchaba voces apenas audibles, el viento jugaba con ellas,

- ¡Que se rinda tú madre, concha tú madre!
- Vengan no más hijos de putas, no les tenemos miedo…
- Asesinos concha de sus madres, por que no pelean como hombres, maricas de mierda...



Daban las once de la noche. El Burrito con gaseosa en mano aflojaba las piernas de esquina a esquina. Deteniéndose de cuando en vez a charlar con los colegas, que se divertían en la puerta de entrada a los dormitorios, frente al puesto. Entre bromas, carcajadas, comentarios, iba cumpliendo su servicio, “Falta dos horas, luego a jatear”, pensaba Bustamante. Mientras caminaba bosquejaba las cartas que le faltaban hacer. Buscando las palabras adecuadas, para las que la leyeran se sintieran contentas. Al llegar a la esquina que da a la plaza de Pueblo Nuevo, tenía ya en mente lo que iba a escribir al día siguiente. Alzó la gaseosa de vidrio para beber pico de botella, tuvo que levantar la cabeza en la forma característica. Sonó un disparo. Nunca imaginó que estaba dirigido a él. El impactó destrozó su maxilar inferior, el alzar la cabeza impidió que le llegará en la cara. Se había salvado milagrosamente gracias a la santa gaseosa. El francotirador había apuntado a la cabeza. Se desplomó al suelo, le habían enseñado que después del primer balazo la salvación era el suelo. Sintió un nuevo impacto mientras caía a la altura de la cintura, y otro más en la pantorrilla izquierda. La guerra estaba declarada. Los colegas percatándose de lo sucedido fueron en su ayuda. Se acercaban cuando vieron que Bustamante se incorporaba trabajosamente, para tomar rumbo hacía la oscuridad, que sería su aliada y su pasaporte de vida. Todo esto sucedió en escasos segundos, pero suficiente para que la alerta se encendiera en los valerosos y borrachines guardias civiles. Regresaron hacía el portón del domicilio, llamando a gritos a los compañeros, preparándose para la defensa. Más tarde sería éxito total.
Entraron como perros que escuchan cuetes, a esconderse al interior, allí estaban los pertrechos de guerra, los compañeros, el oficial. Afuera, la tormenta de pólvora era atronadora. El desconcierto era mayor que el temor, la dinamita enemiga explotaba por diferentes lugares, no se veía nada y a nadie. Todos los que se despertaron, mostraban agallas, “Su vida la iban a vender cara, nadie, ningún hijo e puta, ningún concha su madre iba a matarlos. Todos eran machos, eran G.C., eran beneméritos”. Pensaban valientemente, dándose valor, ayudados por los efectos baquianos.

- Ríndase, no les va a pasar nada…
- Que se rinda tú madre…

Los gritos no podían intimidarlos, estos serranos, terrucos de mierda, no los iban a asustar.

- Pásenle la voz al teniente, está en su cuarto.
- Genaro, pásale la voz.
- ¿Qué mierda está haciendo que no sale carajo? El debe de estar acá, puta madre, recién se comprueba que los galones lo tienen por las huevas.

La gente corría de un lado a otro, se apagaron las luces, camuflándose en la oscuridad. Genaro ingresó al dormitorio de oficiales. La imagen que encontró fue desconsoladora, Canoso tenía en sus manos una Smith Wesson, calibre treinta y ocho, cañón corto, apuntando hacía el cielo raso, hablando incongruencias sin sentido, los ojos desorbitados, daban muestras claras de encontrarse fuera de sí.

- Teniente, nos están atacando.
- Si,… si. Ya están aquí, tenía que llegar el día.- Riéndose.
- Lo necesitamos teniente, usted debe dirigir a la gente en la defensa.
- Yo estaré acá, dirige tú no más.
- Jefe, tiene que salir, la gente no sabe qué hacer.
- Retírate, encárgate de todo.
- Carajo teniente, nos están sacando la mierda y viene con cojudeces, la gente lo está esperando.- Tironeándolo.
- No puedo Genaro, no puedo por favor.

El terror le salía por los poros, olía a miedo, orines y mierda; pero más a cobardía. Cuatro o cinco cachetadas bien dadas, fueron recibidas con una sonrisa idiota que mostraba el viejo teniente. ¿Qué hacer? No quedaba otra, que defender su vida y si podía la de los demás. Armamento había, municiones también, granadas que nunca las usaron ni sabían hacerlo, también. Salió gritando, tomando en serio el reto casual que le puso la vida; los que podían subir al techo de calamina, arriba, de allí disparar a los bultos que se acercaban. A otros les ordenó que cargaran las cacerinas vacías, que les pasaban los compañeros apostados en el techo. Así se hizo: “Más vale tener malos sargentos que generales inútiles” (Bolívar).
Algunos acostumbrados a las bromas, inventaban uno y mil ataques; dormían la mona a plenitud, no escuchaban, ni sentían que alguien tropezara con ellos. Los movían con fuerza:

- Oye Pedrito, nos están atacando, despiértate.
- Carajo, no jodan, dejen dormir por la puta madre.- Y seguían durmiendo.

Seguía la locura, peleaban con ganas. Nadie había usado las famosas granadas negras, llamadas también “piñitas”. Las llevaban colgadas de adorno. Era el momento de aprender, era sencillo, jalas la argolla y la lanzas; listo. A quién tirarla, cómo tirarla, si revienta en las manos; a la mierda las preguntas, tiren a la calle a cualquier bulto extraño. Uno de esos atrevidos envalentonado por los tragos, abrió el portón y arriesgó su vida estúpidamente. Con la granada sin espoleta, activada en mano corrió hacía los bultos, estos lo miraban sorprendidos, la lanzó y regresó corriendo en zigzag. Con mucha suerte, las balas silbaban por su cabeza. Lo peor fue que el miedo no le hizo escuchar la detonación.



Chumacero vio las cosas borrosas, su lengua cantarina y rápida, se le comenzó a trabar. Tenía que reposar, con paso titubeante y expresando su pesar de no seguir libando, se dirigió a la cuadra a descansar. Soñando con su cálida tierra pasaron algunas horas. Cuando abrió los ojos, ya la noche estaba encima. Se quitó el uniforme vistiendo un viejo pantalón vaquero, una chompa a rayas y se dirigió al puesto. En este se encontraban dos detenidos con los cuales perdía el tiempo jugando casino. Los detenidos se sintieron cómodos al ver al jefe de civil, podían ganarle. Para dar mejor confianza a los facinerosos dejó su MGP debajo del colchón, nadie tocaba nada (salvo los cigarrillos), la camaradería de vivir en angustia los había hecho leales hasta el tuétano.
Cuando estaba más a gusto en el juego, escucharon ráfagas de los famosos “chisguetes”, comprados a la marina de guerra los MGP. Conforme pasaban los segundos, se incorporó y agudizo bien los oídos, “No podía ser, esto no podía estar sucediendo”. Pensó. La fuerza del ataque se concentraba en la edificación, retumbaban las paredes. Y ¿ahora qué? Salir no podía, no tenía armamento y lo cazarían como a una rata. ¿Dónde protegerse?

- Pasen al calabozo, pasen.

Los detenidos reflejaban en sus rostros un pánico atroz, los primeros en ser ajusticiados por Sendero eran los que tenían problemas con la justicia, y éstos estaban por robar algunos plumíferos o mejor dicho: gallinas.

- Jefe, acá nos van a meter bala, mejor hay que tratar de salir, no quiero morir.
- Si jefe.
- No podemos, están cerca, no escuchan la dinamita. Entren carajo, entren.

Junto con los ladrones de gallina entró al calabozo, temblaban, rezaban; demasiados jóvenes para morir. Chumacero pensaba. “¿Cómo recibirían su cadáver en Piura?, cargado por los colegas, como héroe”. Y él, no tenía ni siquiera un cortaúñas para defender su vida. “Qué muerte para cojuda”, cavilaba. Tendiéndose en el hediondo calabozo y cerrando los ojos esperaron lo peor. “Existe Dios mío, no quiero morir, por favor existe…Padre nuestro que estas en los cielos…”




La reunión fue fijada para el quince del mes morado, a las cinco de la tarde. No eran esas reuniones que aglutinará a todos sus adeptos. Incluso los reunidos desconocían; quién y de dónde eran los que estaban a su lado. Uno que otro, pero no les estaba permitido conversar o intimar con alguien de otro grupo. Es mejor trabajar así, Sendero sabía de sobra de los infidentes, y el manual lo estipulaba así. El camarada Pablo pudo ver cuatro rostros dispuestos a todo. Olían a él. Podía reconocer a estos hombres acostumbrados a las órdenes más crueles, caras petrificadas por el viento, el sol, las noches y la pelona. Lo único vivo: la chispa profunda de sus ojos. Cada brillo diferente, de malos recuerdos, de la esposa, el hijo, asesinados, la madre y hermanas violadas, de sus tierras, su ganado, se habían acostumbrado a llevar como marca de hierro, la mirada de la muerte.
Once de la noche, los cuatro grupos distribuidos en posición de ataque, y once con cinco minutos, el ataque. La orden: Eliminar al vigilante, atacar con dinamita el local policial por los cuatro flancos, las dos esquinas que dan al puesto, dos por la parte posterior. Aniquilamiento total, “No queremos perros del gobierno”, había manifestado uno de ellos.
¿Nunca se supo el por qué, que habiendo estudiando, observado, conversado, minuciosamente los pormenores del concebido plan de ataque; no supieran que los guardias no pernoctaban en el local policial, sino, que lo hacían al frente, en una casa alquilada? ¿Qué sucedió? En esta oportunidad, Sendero mordió el polvo de la derrota. Desinformación que el personal de la Guardia Civil agradeció a los altos mandos reunidos esa tarde de octubre de Sendero, de por vida.



En el oscuro calabozo, se podía escuchar la respiración entrecortada y el susurro de un condenado a muerte. Acurrucados trataban de adivinar los acontecimientos de allá fuera. Escucharon gritos y maldiciones en el ambiente contiguo, donde momentos antes jugaban “golpeado”. Por los sonidos eran bastantes, pateaban las puertas, destrozaban las mesas, disparaban contra las ventanas, destruyendo los pocos vidrios que evitaban el frió en la Prevención. El olor a quemado, polvora y a miedo inherente en el olfato. Se abrió la puerta bruscamente y escucharon con los ojos cerrados:

- ¡Y ustedes Carajo, qué mierda hacen acá!
- No nos maten señores, estamos acá por robar unas gallinitas, por favor.- suplicaban casi a rastras, en la oscuridad del calabozo.
- Salgan inmediatamente por la parte trasera, por la ventana del baño pueden descolgarse. Tienen un segundo, vuelen, vuelen, o quieren plomo carajo.
.

Era la orden más hermosa que recibía en su vida. Con un nudo en la garganta. “Los testículos lo tenía de corbata”, contó luego del ataque con sus dos prisioneros. Presuroso acató las órdenes que por primera vez, sería también la última, recibía de un integrante de Sendero. Cabizbajos, y con los esfínteres a libre voluntad sin volverse a mirar, se encaramaron a la pared alcanzando un pequeño huerto. El olor a libertad que sintió, no lo compararía con el mejor manjar. La libertad te libera. “Bendita y divina libertad”, dijo escondiéndose en cualquier resquicio, donde ocultos de la luz nuevamente se acurrucaban, por que podría ser el nuevo enemigo. “Benditos detenidos”, pensaba, no lo denunciaron, tal vez el miedo no los dejó hablar, los detenidos pasaron a ser sus mejores amigos desde aquel entonces. Su último pensamiento cuando miraba las estrellas fue: “Sólo te pido Dios, que protejas a mis compañeros”.



El correr hacía las sombras salvo la vida de Bustamante. No había cobardía, su estado de sobrevivencia se puso en verde. Si al levantarse corría hacía el puesto, hubiera caído destrozado por la cobardía insana de los atacantes. La espalda hubiera sido el receptáculo del francotirador. Quería ganar tiempo, hizo el esfuerzo de gritar, saliéndole burbujas rojas por el paladar y la herida abierta. Estaba herido, pero conciente de lo que estaba ocurriendo. Sentía la quijada colgando, con la mano trato de levantarla convirtiéndose en una masa gelatinosa sanguinolenta. La pierna comenzó a punzarle, un dolor intenso e intermitente comenzó a sentir, quería gritar de dolor sin lograr hacerlo, sus cuerdas bucales estaban comprometidas. Rengueando a duras penas, y con miedo de que lo siguieran a rematarlo. El quedarse tendido mirando las estrellas, le atemorizaba más. Por eso siguió arrastrándose, sosteniéndose en las paredes de adobe o tapial, ocultándose en la oscuridad. Se topó con una puerta vieja y abierta, no podía orientarse, había perdido mucha sangre, su cabeza se oponía a caer. La puerta era su salvación. El dolor se estaba haciendo insoportable, más intenso, agudo. Tropezones, caídas, rasmilladuras, hincaban su alma. Toda penumbra, sus ojos no miraban nada, cayó pesadamente en cualquier sitio, cerrando los ojos se puso a rezar.




Cuando más se acercaban a la calle trasera del puesto, el vehículo pequeño con sus dos pasajeros, el panorama se tornaba cruel y zahiriente. La angustia se posesionó de los ocupantes, ver frente suyo a personas desconocidas corriendo de un lado a otro, casi unas criaturas jugando a la guerra. Pero estas criaturas no iban a tener consideraciones si los capturaban. Llegó el momento de tomar decisiones:

- César, deja el timón y tírate a la pista, escóndete hasta que pase todo OK.
- O…K…
- ¿Me escuchas? ¡Carajo!
- S….i
- ¡Ahora!

Salieron arrojados como dos fardos. César tuvo que rodar hasta quedar junto a la acequia que bajaba del cerro. El problema estaba con Gástulo. Por el lado donde se arrojó, era una pequeña quebrada, tuvo que rodar, con la dificultad de llevar el “chisguete” bien agarrado con ambas manos. Cayó a unos tres metros de profundidad con los inconvenientes del caso. Mientras caía, apretó y cerró los dientes y ojos, recibiendo el impacto dolorosamente. Con los ojos cerrados se movió lentamente, queriendo saber qué parte de su cuerpo no estaba en su sitio. El arma fuertemente sujeta a sus manos. La cacerina en su sitio, treinta balas. Daría su vida peleando en caso de necesitarla. Se tanteó la cintura donde llevaba la cacerina de repuesto: no estaba. No podía orientarse, los ojos compulsivamente cerrados. Las explosiones de dinamita por todos lados lo desconcertaba. Sonaba arriba, sonaba abajo, sonaba a sus costados. No tenía idea en dónde se encontraban los enemigos. No abría los ojos por temor a encontrarse con dos o tres senderistas apuntándole. Cuando por fin abrió los ojos, no vio nada y a nadie. Estaba solo. Se sacó la casaca y la camisa, quedando con el torso desnudo. Su compañero estaría a buen recaudo, mejor así, dos serían blancos fáciles. Los ruidos característicos de guerra estaban cerca, muy cerca.
Subiendo la empinada, salió al encuentro se los enemigos como un demente, con el arma apuntando y disparando a los extraños. La sorpresa de ver un hombre con mitad del cuerpo desnudo, desconcertó a los arrapiezos que gritaban y corrían asustados por tal extraña aparición. Los retaba a aniquilarse, con gritos desaforados:

- ¡Vengan concha sus madres, aquí estoy, no se corran!
- ¡Cobardes de mierda, hijos de puta!

Incoherencias de una intrepidez demencial. Jamás se respondería, cómo y de dónde le salió tan violenta valentía. El miedo buscó su contrario, pero se hizo cervical cuando alguien le tocó la espalda:

- ¡Eversacha, aquí tengo tú cacerina!
- Oye carajo, tírate al suelo, y otra vez habla primero, no vaya a ser que seas tú mi primer frío.


Era César, que se presentaba como un ángel salvador o como un necio, el chisguete sólo hacía clic, clic. La ráfaga completa se había ido en asustar a los sorprendidos chiquillos. Sólo gritaba como un energúmeno. La cacerina llegaba en momentos propicios que Sendero reculaba, para atacar.

- César, bájate esa puerta- La primera que encontraron.

Aquí si le salió lo huancaíno. César se puso a tocar la puerta, como si fuera a pedir posada. Fuera de si, apartó con violencia al amigo ingeniero. Sentándose en la vereda con los pies hacia la puerta, dio con gran violencia el golpe en la parte baja de la puerta, abriéndola. Sitio por el cual César pasó al interior. Cuando Gástulo iba a entrar vio que se aproximaba un carro, con las luces encendidas. “¡Insólito!, qué mierda hace un carro en pleno ataque”, pensó. Se paró en media pista, con el arma apuntando a la camioneta. Se detuvo. Girando hacía el ocupante sin dejar de apuntar, abrió la puerta y de un jalón puso al chofer al suelo. ¡Oh sorpresa!, el cura español del pueblo.

- ¿Qué pasha hijo, qué tienesh?
- ¿Cómo que qué pasa carajo? Nos están sacando la mierda los terrucos y me vienes a decir que ¿qué pasa?
- No zshe nada…por favor tranquilishate.

Arrastrando de las sotanas al curita, hizo que entrará por el hueco de la puerta violentada. No quería demostrar nada, era el momento de la locura. Al forzar la puerta con las dos piernas, sintió un dolor agudísimo en el pie izquierdo, notando una humedad pegajosa, que no tenía nada que ver con la humedad de las pezuñas. Estaba herido, ebrio, con los nervios en punta. La cacerina perdida, nuevamente vacía. El lugar oscuro a donde entraron era la cocina. Encendiendo un cigarrillo magullado y roto, con los fósforos, el cual sirvió también para buscar alguna cosa que le sirviera de defensa. Encontró sólo cuchillos, pero de nada servían contra un arma de fuego. Pedía balas como un loco. Mirando al español, casi dos metros medía éste, asió una olla de aluminio y se acercó al cura, poniéndole en la cabeza:

- Reza a tú Dios para que nos saque de esta.
- Sherenate hijo mío, todo va a pashar.
- Reza a tú Dios carajo.

¿Qué estaba haciendo este sacerdote en medio de un enfrentamiento? ¿Coincidencia? El curita seguramente no era culpable de nada, pero seguía golpeando con la cacerina vacía la olla sobre la cabeza del sacerdote. Reaccionando se acordó de sus compañeros que podían estar muertos allá en el puesto, a media cuadra de donde se encontraba. Entrando a la casa encontró una escalera y arriba a una pareja de esposos asustados, muertos de miedo, voces temblorosas de llanto. Era don José con doña Eugenia, tomados de la mano. Más atrás, Gaby, la niña más hermosa de Lircay, llorosa, temblorosa. La familia completa lo observaba, con temor, claro. Desnudo, con el pie descalzo y gritando:

- Don José, consígame balas, por favor.
- De dónde señor Gástulo.
- De dónde sea, carajo, sólo consígalas.
- Imposible señor Gástulo, no tenemos ni conocemos las armas.

El dolor del pie se intensificaba, y no podía caminar. No sabría decir si lloraba como hombre, o de locura. Las lágrimas rodaban por las mejillas de manera muy natural. Su mente comenzó a nublarse, una cama cercana le sirvió de descanso a su destrozada humanidad. Logró coger una media de lana, posiblemente de la guapa señora, haciendo un torniquete a la altura de la canilla. Se lo habían enseñado hacer encima de una herida sangrante. Poco a poco perdió la noción del tiempo y el momento, cerrando los ojos. Comenzó a soñar y pensar que se encontraba en el regazo de su madre. Toda su vida se le agolpó en segundos. Los párpados le pesaban. Ya había tenido demasiadas emociones en pocos minutos. Se fue hundiendo en ese sueño insondable y reconfortante que deriva de las grandes crisis de tormento y desgaste que se pasa luego de una noche de éxtasis paranoica.



Una vez que se dieron cuenta del grave y fatal error, era demasiado tarde. No había manera de remediarlo. En vez de sorprender, fueron sorprendidos por la retaguardia. Sendero estaba perdiendo y perdido. Las balas disparadas al azar por sus enemigos les causaban bajas de consideraciones. Pablo se dio cuenta del error demasiado tarde. Con todo lo planeado, ya era hora que el enemigo este diezmado. Pero no, el puesto estaba vacío, tres detenidos, ni señales de los guardias, que salían a sus espaldas. Su vida acostumbrada a los enfrentamientos y la recia disciplina le jugaba una mala pasada. Sorprendido y herido en amor propio escuchaba los gritos de los muchachos heridos que le acompañaban, ordenó la retirada. Con estos llevados en hombros, se retiraron. Esta vez le tocó perder. Cantando una canción de tristeza, alusiva a sus combates, se perdieron los cuatro grupos, por los cuatro puntos cardinales y llevaban las huellas de cuatro moribundos jóvenes.

Genaro seguía ordenando disparar a cualquier movimiento del exterior. Los asustados policías, ya no escuchaban retumbar la dinamita en las inmediaciones. Once y media, un silencio sepulcral oprimía sus pechos. El sólo roce de la calamina los angustiaba, como daga que traspasa la mantequilla desesperando el alma de cada uno de ellos. Así como llegaron, así se fueron. No la sabían, de la cobardía se puede esperar sólo traición. Los gritos que minutos antes, los invitaban a rendirse, se convirtieron en lamentos tristes y lejanos. La noche sombría y el viento juguetón, suspirando se perdía en la lejanía. Todo olía a pólvora y dinamita, olores muy diferentes, pero tan iguales en su cometido. Once y cuarenta y cinco. Se podía palpar el silencio, ese que causa zozobra hasta a los más valientes. No se movían, no hablaban, no querían respirar. Tímidas y apagadas voces susurraban:


- ¡Viva la Guardia Civil!
- Viva, viva, viva, ¡Carajo!
- Llenen las cacerinas vacías, vamos a seguirlos.

Con extrema precaución salían trémulos hacía la calle. Se acercaron al puesto, era una verdadera coladera, como el arquero Rubiños de nuestra selección. Desolador el cuadro, el cielo raso color humo oscuro de las explosiones. La imagen de Santa Rosa, patrona de la institución, estaba por los suelos sin cabeza, esta se encontraba lejos, por los escombros. Las explosiones hicieron el trabajo de desprendimiento. Los detenidos no se encontraban, Sendero pudo habérselos llevado. El escritorio, las puertas y las bancas sólo servirían para leña. Papeles esparcidos por todo lado. Todo esto daba muestras claras del ensañamiento de Sendero al no encontrar ningún “enemigo del pueblo”. Alguien que vio a Chumacero jugar cartas con los detenidos, comenzó a llamar en voz alta: “Chumacero, Tomás…” escuchándose lejos: “Aquí, aquí”. El abrazo y el llanto fueron fuertes, de hombres. Nadie tuvo vergüenza de derramarlos. Parados entre los escombros preguntaban quienes faltaban. Llegaban los que libaban y se divirtieron lejos del puesto, cabizbajos y requintando haber dejado el armamento. La idea principal: encontrar al Burrito, él estaba de servicio, él faltaba, y lo vieron caer abatido, luego se había levantado y perderse en la oscuridad de la calle transversal. “Dios quiera que no este muerto”. Ahora ya gritaban, disparaban al aire, como gestos de victoria. Bajaron por el lugar donde se perdió. Alguien consiguió una lámpara “Petromax”, huellas de sangre, más huellas de sangre. Disparaban a cualquier parte, gritando:

- ¡Burrito, Burrito, contesta Carajo!
- ¡Jorge, Bustamante, ¿dónde estás?, Escritor…!

El Burrito, cerca por donde pasaban sus compañeros, quería gritar de alegría y desesperación. De su garganta sólo salía un extraño y quedo gruñido. La mano agarrotada de sostener la mandíbula se lo impedía. Era una costra negra, seca y repugnante, mano y quijada, Picasso y Miguel Ángel se hubiera impresionado al ver el cuadro. Tratando de incorporarse se dio cuenta que sus fuerzas no le daban para tan sencillo esfuerzo. “Aghh…”, alguien tenía que escuchar el quejido a muerto. Con la mano libre comenzó a hacer ruidos con su MGP., con el “Aghh…”, produciendo una melodía fúnebre. Las luces de las linternas de mano llegaron hasta él. Tendido, con la boca y los ojos abiertos, yacía en el suelo. ¡Estaba vivo el Burrito, qué bien Carajo!, con delicadeza lo alzaron, no deseaban lastimarlo más de lo que estaba. Cubierto de sangre casi todo su cuerpo, no importaba semejante prudencia. Todos hablaban, el Burrito les hacía señas extrañas, Genaro se detuvo un momento. Era una charada demasiada sencilla. Le pedía que trajeran su cámara fotográfica, y lo estaba pidiendo para ese momento. En pocos segundos se tomaban las fotos con el herido, este tenía los dedos en V, símbolo hippie de paz y amor. El enceguecedor flash mostraba sonrisas de lealtad. Todo el recorrido hacía el puesto y el Burrito mostraba un humor escalofriante y negro, en momentos tan especiales.

El teniente Canoso mandó formación, puso cuatro vigilias en las esquinas. Pasó lista, bueno, para alguien que no hizo nada durante el ataque, debía servir siquiera para pasar lista. Faltaba un efectivo. Faltaba el borrachín de Gástulo. “Ese compadre debe estar donde su vieja”. “No seas tan tarado, por más que este con su vieja, a estas horas, ya debería estar acá”. “Cierto carajo, tenemos que ir a buscarlo, voluntarios”. Conversaciones que se daban en plena formación.
De arranque fueron con la “Petromax” a casa de la señora Vidal, o la “Vieja”, como todo el mundo policial la conocía. El teniente jugador y medio médico, se acordó de la sanción que le había puesto a Gástulo, este guardia taciturno y soñador, nunca se acercó a disculparse, por el contrario, el orgullo que mostraba en sus conversaciones, hicieron que el teniente se sintiera el hombre más estúpido esos momentos. Varias veces quiso ganarse la amistad del guardia, intentaba disculparse con algunas cervezas, nunca supo si lo disculpó.
La viuda joven y provocativa, siempre se las ingeniaba para entrar a la cuadra donde Gástulo pernoctaba. Vox Populi, todo el personal y civiles sabían que estas relaciones no era mera amistad. El alías de Gástulo era más que evidente; “Arqueólogo”. No se hacía bola, no se buscaba problemas, vivía relajadamente. La señora le vaciaba hasta el cerebro en las lides amatorias, experta en el ring de cuatro perillas, una verdadera diosa del sexo. El sexo era su vida. Qué mejor profesora encontró Gástulo, caray.
Al llegar a casa de tan amable señora, la encontraron en la puerta con varios vecinos, que comentaban el ataque cobarde de Sendero. Al verlos venir se acercó a indagar por los heridos, y si dentro de ellos se encontraba su joven amante. Una profunda pena sintió cuando le manifestaron que Gástulo no se encontraba por ninguna parte. La pena que sentía se acrecentó en su centro de gravedad. Llantos de simpatía por el no habido, lo quería a su manera. Esa noche no había visto al amante.
¿Dónde buscarlo?, escudriñaban cada rincón oscuro, subían por la calle paralela al puesto policial. Encontraron la puerta de la casa de don José violentada, hallaron al sacerdote sentado en el suelo como esperando un milagro, cuando vio al teniente se quejó del trato denigrante con que Gástulo lo había tratado. César lo defendía a capa y espada, increpándole, que si no hubiese sido Gástulo, hace rato que la parca los hubiera llevado; debería estarle agradecido.

Gástulo en el segundo piso, escuchaba ruidos en sus sueños. El subconsciente le ordenaba abrir los ojos, tenía que defenderse. Los ruidos se acercaban, las escaleras chirriaban, con el sonido característico de madera seca y vieja. Las fuerzas no le daban más, qué muerte para estúpida le esperaba. Las puertas se abrieron de par en par. Y, una potente luz alumbró el oscuro y tenebroso ambiente. Los parpados le pesaban pero escuchó: “¡Gástulo, hermano!, ¿estás bien?, todos estamos bien, te llevaremos al puesto a lado del Burrito, no te preocupes hermano, todo a terminado”. La cabeza le pesaba, tenía por lo menos unos cinco kilos de acero dentro. Lloró como un niño grande, y su llanto contagio a sus salvadores. El sueño de no querer morir, se estaba cumpliendo. La amistad se convirtió en hermandad. Todos salieron vivos, estén donde estén, recordará por siempre, que no habrá nada mejor, que aquellas trágicas vivencias humanas.




Elmer Castillo Díaz
DNI: 26731147














1 comentario:

Anónimo dijo...

ELMER, EXELENTE NARRACION DE LO ACONTECIDO EN LIRCAY, ME HIZO RECORDAR LO QUE LE PASO A MI HERMANO, EL BURRITO. PASE UNOS DIAS CON USTEDES ALLA, FELIZMENTE CON PERSONAS COMO NOSOTROS (TAMBIEN ESTUVE EN ZONA DE EMERGENCIA) SE PACIFICO NUESTRO PERU. VIVA LA GUARDIA CIVIL