Perú

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1.11.08

Dos veces caneado

WITOTADAS

Octubre del 2008

¿Quién no tiene una historia para contar? Las historias nacen cuando hay necesidad de contarlas. Para mí, ésta es una necesidad que me dura mucho tiempo. Primero siento una pequeña necesidad de contarlas en reuniones baquianas y “científicas” (chacchar), con amigos que saben escuchar, no trato de imponerlas, por eso es que alguno de ellos ya lo conocen hasta de memoria. Un trocito por acá, otro por allá y la conversación comienza a fluir, incluso, sucede a menudo, éstos le agregan cosas y hechos desconocidos que siempre serán bienvenidos, hasta que llega el día en que todo el rompecabezas esta armado, entonces hay que tratar de ponerlo en el papel y luego pasarlo a la máquina para que algún día esos mismos amigos y los amigos y amigos de éstos lo disfruten o renieguen leyéndolo.

Mi primer ingreso al calabozo de la Guardia Civil en Sucre fue a los dieciséis años. Un guardia celendino que era conocido con el apelativo de “Café” nos inculpó, a mí y Carlos, de Ataque a las Fuerzas Armadas, cargo que era penado con carcelería. Ahora que lo recuerdo fue una tremenda mentira, esa noche no podíamos estar en pie y menos podríamos haber golpeado a un Benemérito que nos rebasaba en tamaño y encima; ecuánime. Lo que influyó en éste fue que Carlos pasado de tragos y creyendo que el cargo que ocupaba en el Banco de la Nación le permitía vociferar de lo arbitrario de la detención. Se coludió con Café el Jefe de Línea. Se rompió, hasta hacerlos jirones, la casaca y la camisa para darle más crédito al parte policial. En plena fiesta de mayo, el día principal, estábamos encerrados en la celda maloliente. Las personalidades más influyentes que se iban a abogar por nosotros se retiraban cabizbajos después de hablar con el alférez, “…no hay nada que hacer”, salían diciendo. Mientras las horas pasaban a lo lejos se escuchaba la banda que acompañaba la procesión, los cohetes que se elevaban al cielo retumbaban cerca de nosotros, (la mona había desaparecido) y los pocos amigos que nos habían visitado se encontraban en menesteres propios de la algarabía, mejor dicho, estábamos solos frente a un caso muy serio. Nos dábamos ánimos, planeando lo que teníamos qué decir cuando nos tomaran la manifestación, fácil no la iban a tener estos señores.
Como a las siete de la noche, asustados en la pequeña mazmorra, escuchamos un vozarrón llamando al alférez de una manera autoritaria. Nos acercamos a los barrotes para oír. “Mi tío Olindo”, escuché como un susurro que me decía Carlos. El vigilante de puertas, más asustado que nosotros, casi temblando y balbuceando le decía, “No mi Coronel,…, el alférez ha salido…”, se notaba el nerviosismo del vigilante. “Quiero verlo inmediatamente”, fue una orden de esas que no se pueden desobedecer aún así uno sea sordo. “Y otra cosa, quiero a mis sobrinos en mi presencia en estos momentos”. Fuimos liberados, pero no sabíamos si nos daba más miedo estar frente al “Loco Olindo” o frente a un tribunal que nos podría mandar a una carceleta militar. A los pocos minutos llegó el oficial, un tipo blanco, ojos verdes, alto y con unos bigotes rubios. A nosotros nos había dicho que ni Dios nos libraba de ésta. Luego de los saludos correspondientes y poniéndolo en autos acerca de la gravedad de nuestro “delito”, aumentándole eso de “…se van a Chiclayo a la Justicia Militar”, el coronel lo cortó abruptamente. “Quiero ver al guardia que ha hecho el parte…ahora”. En una motocicleta se fueron a traerlo. Cuando vio al “Loco” (quien como todo Escalante tenía una presencia imponente), el uniformado comenzó a mascullar lo aprendido. “Dígame, ¿cuánto cuesta su camisa y su casaca?”, “Mi coronel,…”, “¿Cuánto? El precio que le estaba diciendo era de una camisa Armani y una casaca Ralph Lauren. El “Loco” no objetó nada, sacando su billetera le entregó el dinero. “Pueden irse muchachos de mierda, que tengo que hablar con estos señores”, patas para que te quiero, corriendo nos fuimos a cambiar y seguir disfrutando la fiesta con una tremenda carga aliviada.

No hay primera sin segunda reza el tondero. Después de una temporada en ciudades desconocidas volví a Sucre. Habían pasado casi ocho años, cinco de ellos de Guardia Civil. Parece que a la superioridad no le gustó mis constantes abandonos de destino y me pasó a disponibilidad por medida disciplinaria. La mayoría de gendarmes que regresó de “Zona de emergencia” a sus pueblos estaban medio traumados, la vida fue muy dura por esas tierras, si regresabas vivo claro está (nos decían los “abortos” de la institución). Para mi buena o mala suerte regresé en el mes de septiembre y justo para la fiesta del Pachamango y volví nuevamente al antiguo calabozo que no había cambiado nada, que falta de tino para el futuro visitante que iba a albergar; ¡Carambas!
En nuestro vecino y hermano pueblo de Huacapampa el mes de septiembre se celebra la fiesta del Pachamango. Toldos, gallos, deporte, bailes y muchas rubias…de las dos clases, las espirituosas y las bellas damas, es sabido por toda la provincia celendina, qué digo, en todo Cajamarca; que las mujeres más bellas son de este pequeño y agradable lugar. Y como dice alguien, “es una verdad verdadera”. Cuando uno es muchacho siempre se aventura a ir más lejos de lo normal, se embriaga como si fuera un cosaco, enamora tan peligrosamente que Casanova se sorprendería y fuma como si la vida se le fuera en la voluptas de humo.
Habíamos partido cerca de las dos de la tarde un manchón hacía Huacapampa, nos podía faltar el dinero pero las ganas de divertirnos y ver aunque sea unos minutos a la chica que nos quitaba el sueño era superior a cualquier sencillo que nos podría faltar en los bolsillos. No había para cerveza, sólo los profesionales y ganaderos podían tomarlo, nosotros nos alegrábamos con cañazo y con los cigarrillos que hacen reír que en esos tiempos salían más baratos que los “ribeteados”. Los roces que podríamos tener los huauqueños por ser de diferentes barrios en un lugar ajeno, desaparecen. Nos sentimos más hermanados, cualquier altercado en pueblo ajeno; nos hacemos uno. Y por si fuera poco, tienes con quien regresar, esa Misionera se hace demasiada larga cuando estás solo, encima pasar por el bosque encantado de eucaliptos donde el viento, las hojas, las ramas, nos hacen escuchar lamentos como voces salidas de ultratumba.
De joven la resistencia al alcohol es bárbara, pareces una esponja. Entre copa y copa, cigarrillos, cantos y historias, trascurría la tarde y parte de la noche. Un joven alegre, vecino, del barrio de Minopampa atento escuchaba las historias que iba narrando de Huancavelica cuando era “Toche”. Salíamos de cuando en vez a “achicar” y a ponernos en “onda” regresando a la mesa, más parlanchines y jocosos de lo normal. Las chinganas se iban quedando solitarias, la fiesta continuaba en el patio municipal del pueblo. La orquesta de Celendín con Sixto Reyes animaba el tono. Se terminó la media bucha y a caminar hacia el pueblo. Felizmente las guapas amigas nos habían proporcionado las tarjetas, los “bolsicos” estaban vacíos, sólo los cigarrillos importados y pungueados (húmedos, guardados y viejos) que el “viejo pedorro” nos vendía nos acompañaban.
Logramos pasar una botella de aguardiente al baile, brindábamos alegres, los bailarines a su oficio y los románticos a hacerle guiños y mandar señales inequívocas a la costilla que esperaba ansiosa la baladita, para correr y casi a empujones sacarla a bailar, no vaya a ser que algún impertinente se nos adelantara. Trascurrían las horas y salí al exterior, a ciertas horas no hay control de entrada ni de salida en la puerta.
La oscuridad reinante en la esquina invitaba a miccionar, el joven que me acompañaba salió tras mío. Nos alejamos un poco de la tenue luz que emanaba del local municipal. “¿Hay otrito Negrito?”, “Puro palos nomás”, hablábamos muy quedo en las penumbras. De pronto sentí un golpe muy fuerte en el plexo que me quito la respiración, seguido cobardemente de algunos más. Cuando pude recuperarme escuché una voz militar que ordenaba, “Se los llevan al calabozo y mañana los voy a joder a estos fumones de mierda, y ustedes me responden por estos miserables”.
Había recuperado el aliento y me sentía con ganas de replicar, así que me abalance con furia al bulto negro que hablaba, no me interesaba qué o quién era. Caímos al suelo rodando entre el polvo y los meados de los borrachines. La juventud, rabia y el entrenamiento recibido me ayudó para mantenerlo quieto y darle algunos golpes debajo mío. La consecuencia del alcohol dio sus frutos, pudo doblegarme. Recién pude ver a dos uniformados frente a mí que casi me suplicaban, “Tranquilo Negrito”; eran dos buenos amigos, Coche Raúl y Casimiro. Me tranquilicé, estaba frente a dos guardias con los cuales había pasado muchas horas de bohemia y les guardaba respeto. Nuestro agresor tenía jerarquía frente a éstos, más por ellos es que depuse las “armas” y caminamos junto a ellos por la Misionera, sin marrocas, como había ordenado el cobarde agresor de la oscuridad.
Mientras caminábamos los cuatro por el largo corredor de la Misionera iba pensando en el problema que me había metido y a la vez en el joven que no tenía nada qué hacer en lío ajeno. Al llegar al Puesto pensé que el vigilante de puertas, quien había sido mi moroco en la Escuela de Guardias, nos iba a hacer dormir en la cuadra, pero escuché ¡Dios mío!, “Pasen al calabozo, no quiero meterme en problemas con el mayor”, cuando entrábamos a la celda pensaba, “Estos son mis colegas, gracias Mariano Santos”.
Nuevamente al oscuro ambiente. Allí conocí al muchacho en su magnitud y avizoré trémulo su grandeza. Estos sitios engendran buenas y eternas amistades, las ocho horas que pasamos en ella fue de abrir nuestros corazones y nuestras almas se fundieron en un gesto de compañerismo, prometiéndonos con un juramento ante la Quintilla oscura (se veía sus sombras por entre los barrotes de la pequeña ventana) que no nos olvidaríamos, pasara lo que pasara.
A media mañana cuando el oficial se presentó, seguramente tenía ya referencias mías. Le manifesté que estaba apto para cualquier sanción, pero que dejara en paz al joven que me acompañaba, con una convicción que hasta yo me sorprendí, no tuvo más remedio que dejarnos marchar. Nunca le mostré miedo, al contrario, ese orgullo bien ganado en batallas contra Sendero, que tal vez él, nunca, ni en sueños, podría haberlo tenido. Me dio un fuerte apretón de manos, pero no escuché un “Disculpa”, así son los oficiales, pedírmelo hubiera sido denigrante para él, lo comprendía.
Pasaron los años y con mi Compañero de celda nos alejamos un poco. Él tomó el camino que seguramente estaba trazado por su Sino; viajes, hoteles, países, personalidades. El juramento siempre estará presente por parte de ambos. Así lo creo y espero,…, ¿verdad Edwin?



Elmer Castillo Díaz
DNI: 26731147
elmercastillo1hotmail.com

1 comentario:

Edwin dijo...

Negrito, amigo mio no hare' otra cosa que felicitarte por la manera con la que logras poner juntos hermosos recuerdos, se me pone la piel de gallina al recordar tan hermosas vivencias y decir que ya pasaron algunas decadas eh? pero igual el recuerdo queda peremne en mi mente y mi alma. El juramento siempre estará presente por parte de ambos. Así lo creo y espero.
Tu amigo
Edwin Tinoco
Que pongo ahora.....bueno /Houston 01/11/08