Perú

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17.7.13



                                                              




  WITOTADAS
Mi amigo Max:

Es muy cierto, a los amigos tenemos que quererlos, estimarlos, amarlos y respetarlos con sus virtudes y defectos, por siempre…el que se retira y despotrica a tu espalda nunca fue tu amigo y es mejor que se haya ido. Definitivamente, a los verdaderos amigos los conocemos en la adversidad y ¿por qué no?, en la bonanza. En la adversidad, que pesa más, los amigos se desnudan mentalmente, entregan  alma, corazón y vida. Cuando se pasa hambre y lo único que se come son las palabras del otro;  con el que encerrados en una fétida mazmorra soñando sueños despiertos; con el que noches enteras mirabas las estrellas cercanas que casi podías tocarlas, a 4,990 m.s.n.m. y nos preguntábamos, ¿cuándo nos vamos de acá?;... pocos, pero siguen ahí. Son aquellos a quienes les das un abrazo gigantesco o un fuerte apretón de manos con toda la sinceridad del mundo.

Con Max nos conocimos allá en Huancavelica el año 1983, dos perfectos desastres como guardias civiles. Nos metíamos en innumerables problemas, tontos, con la superioridad, que resultamos, por esos gajes del oficio, en el peor puesto policial a donde llegaban “las joyitas de la institución”. Pilpichaca y para variar, junto a nosotros también llegó José, sin duda alguna, un buen trío. Todo el mundo sabía que Sendero luminoso estaba en las inmediaciones y cualquier día íbamos a ser presa fácil de sus “consignas” revolucionarias. Al parecer, eso era lo último que les preocupaba, seguían llevando una vida bohemia, pensando que tal vez borrachos no les iban a  tener miedo a los cobardes que atacaban en la oscuridad y por las espaldas. Eso era, seguro que si. El 95% del personal policial libaba bebidas espirituosas cual esponjas sedientas, cada quien con su grupo y en el mío estaba Max y José.

Los días jueves había una feria en la comunidad de Licapa, zona liberada por Sendero. Ese día nos levantábamos más temprano, nos emperifollábamos más que de costumbre y si había por ahí un poco de colonia, mejor. Chascoso era el cuarto acompañante, perro fiel, atrevido, pega pañales y gran avizor de los peligros oscuros. Después de todo un día de copetines regresábamos de Licapa en la tolva de un camión. La rencilla lo ocasionó José, pues comenzó a disparar a diestra y siniestra a los auquénidos que pasteaban su ichu (pasto de las alturas). Max le increpó tal actitud y accionar, a lo que José sacó un tema que le dolía al romántico de Max. En un arranque de cólera, Max le apuntó con su MGP, pistola ametralladora de la Marina de Guerra del Perú, más conocida como “chisguete” por el cañón que se doblaba después de algunos disparos; y soltó el tiro. Debajo del hombro de José brillaba una chispa roja en la chompa negra y a la vez humeaba. Asustados, más el que recibió el disparo, se insultaban el uno al otro, más José, Max estaba lívido y balbuceaba incoherencias inentendibles. Te mato huevón, esto no se queda así. Esperen un momento, porque no se sacan la mierda como hombres, no me vengan con pistolitas, así no se sabe quién es quién, ¡desahuevense carajo! Los dos se quitaron el arma de la bandolera y esperamos que el camión se detuviera en Jacinto, dueño de la pensión, que estaba cerca.

Mientras seguían los insultos y algunos manazos en la oscuridad, retiré las ánimas, o sea el cañón, y puse la envoltura que sirve de enfriamiento y se las entregué. Una vez abajo, José esperó que Max bajara del vehículo y cuando él bajó, el ojo del cañón estaba en la espalda de Max. Al darse vuelta sonó el disparo, "Elmercito yo vi la bala que venía hacía mi, acá quedé, que manera más ridícula de morir, me dije", me decía Max. "Lo raro es que esa bala hacía una parábola y caía, aproveché esa ventaja y también le disparé, igual sucedía con la mía, no llegaban ni a cinco centímetros e iba a caer a nuestros borceguís  la bala". Seguía contándome Max. Los minutos siguientes fueron de tensión, nadie quería acercarse a nosotros, éramos los parias, los incorregibles…”qué se maten esos tarados”, seguramente pensaban.

Por las noches, como no habíamos llevado frazadas, nos acercábamos a la emolientera (vendedora de emolientes) para que nos abriguemos a lado de su Primus (calentador o quemador para cocinar a kerosene) y de ella, que llevaba unas polleras que entibiaba nuestras noches casi gélidas. Conversador infatigable, las anécdotas fluían y siguen fluyendo cada vez que nos encontramos, los abrazos son interminables, él siguió en la Institución hasta hace unos meses que salió al retiro. Tengo cientos de recuerdos imborrables y mi amistad con Max seguirá latente mientras la vida nos quiera tener vivos y sé que será por un buen tiempo más. Mientras tanto, sigamos viviendo y brindando mi querido Max, porque debe haber alguna razón por la cual aún respiramos. 

Salud amigo.

                                                                                                                                  Wito…

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