
Mamá Rosa
Hace algunos buenos años en nuestros distritos, peor aún en los caseríos, era asombroso ver a una persona de color. Me acuerdo que a casa llegó uno de ellos, era una criatura, o sea que el asombro se multiplicaba. “Sólo sus muelas se ve”, decía el Benjamín de la casa.
Lo cierto es que a lo largo de los años que pasó entre nosotros, el color desapareció para dar acceso a la amistad y la hermandad, no sólo en casa sino en todo el pueblo, que para que les cuento, todos éramos familia. La expresión o idea de que todo negro es jugador no fue la excepción, lo raro fue que al pasar los años se volvió un excelente matemático, ¿extraño no?
Casi a punto de terminar su secundaria, en esas vacaciones de medio año, se le presentó la oportunidad de viajar a la Ciudad de los Reyes. El negrito compró sus pasajes directo: Sucre-Lima, en la Agencia: “A. y S. DÍAZ”, que hacía trasbordo con TEPSA. Llevaba dos costalillos con ticket. Uno con un poco de papas de la chacra, el otro con dos cajas bien acomodadas. Una caja grande con los panecillos de harina con manteca de chancho, huevos, levadura, su anís, (por si acaso el horno debe estar templado para que salgan blanditos) y, encima de estos el cuycito frito envuelto en papel de bolsa de azúcar y su mantelito; la otra pequeña con el chocolate shilico, el hinojo y el cedrón (imagínense el olorcillo tan agradable que despedía este costalillo). En el hombro una mochila amarilla con sus enseres personales y las cartas de los familiares que se agolparon en la puerta de la casa con los encargos, (“Nada de encargos, sólo cartas por favor”, decía) sólo aceptaba cartas, por que él se iba a conocer Lima.
Toda la santa noche los hermanos y familiares se pasaron aconsejándole: “Oye negro, en Cajamarca van a hacer trasbordo, a Lima vas a viajar en TEPSA son carros más grandes y tienen baño, pero tienes que estar mosca, ves que pasen los costalillos, de ahí te vas a almorzar algo ligero, no te vaya a hacer daño, vuelves a la agencia y te pones a leer algo hasta que salga el bus”, le decía Coquito. El terminal estaba a unos pasos de la comandancia de la Guardia Civil, la Ciudad del Cumbe era un pueblo donde no existían los facinerosos que encontramos a cada paso hoy en día. “Pero oye negrito, Lima ya es otra laya, ahí sí huevón tienes que poner la cara de malo, nada de sonrisitas chumpísticas, bajas los costalillos y coges un taxi, ves que el taxista tenga cara de buena gente, “pilche”, eso sí, que tenga su edad, y si es moreno mejor”, le aconsejaba Elmer. Esa gran Lima lo recibió, con su impresionante “Hotel Sheraton”, hotel de los famosos y un poco a su izquierda el tantas veces voceado por sus infatigables desaciertos para con los pobres; Palacio de Justicia.
Desde la salida hasta su llegada, no pegó ojo. Iba anotando en su mente matemática los nombres, distancias de los pueblos, puentes, restaurantes abiertos para los pasajeros somnolientos, que iba pasando. Sabía que poblado venía y si algún pasajero soñoliento preguntaba, “¿dónde estaremos ah?”, presto respondía, “Casma señor, acabamos de pasar Chimbote y estamos a trescientos setenta y cinco kilómetros de Lima”.
Amanecía y el insomne pasajero con los ojos bien abiertos y una sonrisa de temor, iba pasando por Chancay, Serpentín de Pasamano, Ancón, Puente de Piedra,..., Alfonso Ugarte, Plaza Bolognesi, Paseo Colón, Plaza Grau. El inmenso ómnibus se perdió entre la maraña de carros y gentío hasta llegar a su terminal. Reclamó y cogió los costalillos y se enfrentó al monstruo.
Un zambo de casi dos metros, bien vestido: camisa blanca con el cuello almidonado, un montón de lapiceros en el bolsillo, lentes de medida, pantalón oscuro y los chuzos bien lustrados. A ojo de buen cubero: unos sesenta años. Este lo abordó: “Taxi familita”. No lo dudó un segundo: “¿Cuánto me cobra hasta Egidio Valentín, a dos cuadras del mercado de frutas, acá no más en la Victoria, señor?”. Había rebobinado la casete tantas veces escuchada. “Cinco solcitos nomá familita”, “Vamos señor”. El equipaje serrano a la maletera y se sentó de copiloto. El zambazo hizo algunas maniobras con su Ford ocho cilindros, saliendo del atolladero de la hora punta por la avenida Grau. Una vez cómodos el viejo taxista se puso a fumar un cigarrillo y que seguramente era de ese barrio blanquiazul, se animó a preguntarle al negrito.
- Usted familita, ¿es de la Victoria?
Con toda la ingenuidad del paisano sucreño y como todo serrano que llega por primera vez a la capital del Perú tiene algo que contar, y, ese recuerdo de su primera vez es inolvidable, porque lo curioso de todo esto es que el final de esta anécdota haya sido contado, ingenuamente, por el propio protagonista. Contestó.
- No, soy de mi mamá Rosa.
Elmer Castillo Díaz
DNI: 26731147
Hace algunos buenos años en nuestros distritos, peor aún en los caseríos, era asombroso ver a una persona de color. Me acuerdo que a casa llegó uno de ellos, era una criatura, o sea que el asombro se multiplicaba. “Sólo sus muelas se ve”, decía el Benjamín de la casa.
Lo cierto es que a lo largo de los años que pasó entre nosotros, el color desapareció para dar acceso a la amistad y la hermandad, no sólo en casa sino en todo el pueblo, que para que les cuento, todos éramos familia. La expresión o idea de que todo negro es jugador no fue la excepción, lo raro fue que al pasar los años se volvió un excelente matemático, ¿extraño no?
Casi a punto de terminar su secundaria, en esas vacaciones de medio año, se le presentó la oportunidad de viajar a la Ciudad de los Reyes. El negrito compró sus pasajes directo: Sucre-Lima, en la Agencia: “A. y S. DÍAZ”, que hacía trasbordo con TEPSA. Llevaba dos costalillos con ticket. Uno con un poco de papas de la chacra, el otro con dos cajas bien acomodadas. Una caja grande con los panecillos de harina con manteca de chancho, huevos, levadura, su anís, (por si acaso el horno debe estar templado para que salgan blanditos) y, encima de estos el cuycito frito envuelto en papel de bolsa de azúcar y su mantelito; la otra pequeña con el chocolate shilico, el hinojo y el cedrón (imagínense el olorcillo tan agradable que despedía este costalillo). En el hombro una mochila amarilla con sus enseres personales y las cartas de los familiares que se agolparon en la puerta de la casa con los encargos, (“Nada de encargos, sólo cartas por favor”, decía) sólo aceptaba cartas, por que él se iba a conocer Lima.
Toda la santa noche los hermanos y familiares se pasaron aconsejándole: “Oye negro, en Cajamarca van a hacer trasbordo, a Lima vas a viajar en TEPSA son carros más grandes y tienen baño, pero tienes que estar mosca, ves que pasen los costalillos, de ahí te vas a almorzar algo ligero, no te vaya a hacer daño, vuelves a la agencia y te pones a leer algo hasta que salga el bus”, le decía Coquito. El terminal estaba a unos pasos de la comandancia de la Guardia Civil, la Ciudad del Cumbe era un pueblo donde no existían los facinerosos que encontramos a cada paso hoy en día. “Pero oye negrito, Lima ya es otra laya, ahí sí huevón tienes que poner la cara de malo, nada de sonrisitas chumpísticas, bajas los costalillos y coges un taxi, ves que el taxista tenga cara de buena gente, “pilche”, eso sí, que tenga su edad, y si es moreno mejor”, le aconsejaba Elmer. Esa gran Lima lo recibió, con su impresionante “Hotel Sheraton”, hotel de los famosos y un poco a su izquierda el tantas veces voceado por sus infatigables desaciertos para con los pobres; Palacio de Justicia.
Desde la salida hasta su llegada, no pegó ojo. Iba anotando en su mente matemática los nombres, distancias de los pueblos, puentes, restaurantes abiertos para los pasajeros somnolientos, que iba pasando. Sabía que poblado venía y si algún pasajero soñoliento preguntaba, “¿dónde estaremos ah?”, presto respondía, “Casma señor, acabamos de pasar Chimbote y estamos a trescientos setenta y cinco kilómetros de Lima”.
Amanecía y el insomne pasajero con los ojos bien abiertos y una sonrisa de temor, iba pasando por Chancay, Serpentín de Pasamano, Ancón, Puente de Piedra,..., Alfonso Ugarte, Plaza Bolognesi, Paseo Colón, Plaza Grau. El inmenso ómnibus se perdió entre la maraña de carros y gentío hasta llegar a su terminal. Reclamó y cogió los costalillos y se enfrentó al monstruo.
Un zambo de casi dos metros, bien vestido: camisa blanca con el cuello almidonado, un montón de lapiceros en el bolsillo, lentes de medida, pantalón oscuro y los chuzos bien lustrados. A ojo de buen cubero: unos sesenta años. Este lo abordó: “Taxi familita”. No lo dudó un segundo: “¿Cuánto me cobra hasta Egidio Valentín, a dos cuadras del mercado de frutas, acá no más en la Victoria, señor?”. Había rebobinado la casete tantas veces escuchada. “Cinco solcitos nomá familita”, “Vamos señor”. El equipaje serrano a la maletera y se sentó de copiloto. El zambazo hizo algunas maniobras con su Ford ocho cilindros, saliendo del atolladero de la hora punta por la avenida Grau. Una vez cómodos el viejo taxista se puso a fumar un cigarrillo y que seguramente era de ese barrio blanquiazul, se animó a preguntarle al negrito.
- Usted familita, ¿es de la Victoria?
Con toda la ingenuidad del paisano sucreño y como todo serrano que llega por primera vez a la capital del Perú tiene algo que contar, y, ese recuerdo de su primera vez es inolvidable, porque lo curioso de todo esto es que el final de esta anécdota haya sido contado, ingenuamente, por el propio protagonista. Contestó.
- No, soy de mi mamá Rosa.
Elmer Castillo Díaz
DNI: 26731147
1 comentario:
y claro!!! como no podía poner los comentarios y luego de tanto batallar, lo puse en el sitio equivocado ufffffff....bueno ESTE ES EL CUENTO QUE ME GUSTO MUCHO A MI....jjejje ya, ya toy mas tranquila besos
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