
Una narración, real imaginaria?...no sé, con cariño para ustedes que me siguen por este canal...
Ayer recordé casi toda la tarde a mi amigo José Merardo, siempre lo hago, sus anécdotas siempre están presentes, ayer tarde fue incisivo el recuerdo. Sentí mucha alegría, pero también una pena profunda. Hace más de veinte años que sus huellas se perdieron. La última vez que supe de él, fue que vendía zapatos por el centro de Lima. Era un cholo azambado, piurano, demasiado despierto para el común de sus amigos. Ocurrente como nadie. Gran compañero. Borracho como una cuba. Fiel amigo. Hincha acérrimo del cantante Iván Cruz. Pésimo cantante.
Llegamos a Pilpichaca, (Huancavelica) por motivos similares: indisciplina. Para la superioridad era fácil deshacerse del personal conflictivo enviándolos a “zonas de castigo”, cual leprosos abandonados a su suerte. Sabiendo que en estos lugares uno se volvía agresivo e incontrolable, con el riesgo de volverse paranoico o regresar en un féretro a su ciudad de origen. ¿Quién era el jefe en el Puesto?, un sargento que se quedaba dormido tras una mesa llena de botellas vacías de anisado, o, no importaba el lugar que acomodara su gran cuerpo.
Un buen día el sargento le encomendó que fuera a Huancavelica a cobrar los haberes del personal; peligroso encargo. No se demoró, no faltaba ni un “puto sol”, como solía decir. Lo sorprendente que a lado suyo traía una linda chica, demasiado pequeña en talla. Nos presentó a todos, pero eso sí, advirtiéndonos que le pertenecía, y, pobre aquel que tratase de sobrepasarse. La amenaza no era palabrería, hasta sus mejores amigos tratamos de ponernos a buen recaudo. Dos morocos desocuparon un pequeño cuarto, yéndose lejos para no perturbar la tranquilidad e intimidad de José Merardo, por que hasta una cocinilla se había traído.
Atormentado por unos celos estúpidos, no quería que ni la miráramos de reojo, era su costilla, su chapa cuete. La tenía encerrada mientras el festejaba alegre en la cantina, los insultos y los griteríos se escuchaban a dos cuadras, los maltratos físicos de ambos era evidente. Trataba de enmendarse cuando estaba sobrio, pero volvía a las andadas con un par de copas. Pareja dispareja en todo el sentido de la palabra.
Sucedió lo que tenía que suceder. Cansada del infierno en que vivía, la pequeña decidió marcharse. La gota que derramó el vaso fue que el susodicho había sacado la cocinita para empeñarla y seguir bebiendo. Una pequeña mochila, hecha para su tamaño, sobre el hombro y la firme decisión de: “ya no lo soportó más, me voy”, fueron sus palabras cuando se alejaba con su cuerpecito de niña herida y un sufrimiento inmenso; de todas maneras quería al negro cholo. No hice nada por retenerla, tenía razón, Josesito no estaba preparado para estos menesteres de pareja.
Cerca de las cinco de la tarde regresaban los amigos, tambaleantes y hablando incongruencias típicas en un ebrio. Max Emiliano se quedó a mi lado, quería abrigarse un poco con los últimos rayos del sol que ya nos dejaba. José Merardo entró a sus aposentos, saliendo a los pocos segundos destrozado y enajenado. “¿Por dónde se fue?”, sus ojos denotaban un extraño tinte de locura, le señalé el rumbo. La MGP, el “chisguete” como le decíamos a una pequeña pistola ametralladora, hecha por la Marina de Guerra del Perú. Nos habíamos acostumbrado tanta a ella que formaba parte de nuestro cuerpo, dormíamos con ella, conocíamos sus defectos y sus pocas virtudes, podíamos olvidarnos de casi todo menos de nuestra MGP. Caminó con paso firme, la cruda había desaparecido en un santiamén, tal vez pensó que su “costilla” se había sentido mal y el lugar más adecuado para su atención era la Posta Médica. Esta se encontraba a unos cien metros en diagonal al Puesto de la Guardia Civil. Su inmensa puerta de metal con sus vidrios catedral era el orgullo del pueblo. Al llegar la encontró cerrada, tocó con furia impaciente, pero nadie le abrió. Colocó su pistola en posición de fuego, quitó el seguro y soltó una ráfaga en mariposa con cerca de treinta municiones, pulverizando los vidrios que caían sin saber el porqué. El pueblito dormido despertó sacudido por el estruendo casi infernal. Cambio la cacerina vacía y dando media vuelta se encaminó nuevamente al Puesto, venía disparando a todo lo que se cruzaba en su camino, perros, gallinas y hasta algunos parabrisas de los carros estacionados iban siendo sus víctimas.
Se acercaba hacia nosotros, Max Emiliano se había quedado profundamente dormido en los brazos de Morfeo que no se dio por enterado. El cabo Miranda literalmente se esfumó, los colegas parapetados observaban el desenlace. No me moví, podría haberlo tomado como una cobardía, y, los cobardes merecían la muerte. Esperé alerta, con los nervios crispados, unos diez pasos nos separaban, sus ojos eran dos órbitas sin vida. La mueca extraña en su rostro delataba desasosiego. ¿Cómo llegó el carro? Había sido tanta la tensión que ninguno de los dos se percató del camioncito que se estacionó a lado nuestro. Se abrió la puerta y, ¡Oh sorpresa! bajó de ella la manzanita de la discordia de esa tarde sombría.
¡La mató!, pensé. El cañón de la pistola, por su tamaño, apuntaba a la cara de su amada. ¿Qué sucedía? Saco el dedo del gatillo y automáticamente puso el seguro, regresó el arma a su espalda y arrodillándose comenzó a llorar y a moquear como un niño al encontrar a su mamá, acá sería a su hermanita, pedía perdón de mil maneras a su chata del alma. Y entre llantos, súplicas y expresiones de alegría ingresaron a su alcoba.
Su destino estaba ya marcado.
Pilpichaca agosto de 1984
Elmer Castillo Díaz
Ayer recordé casi toda la tarde a mi amigo José Merardo, siempre lo hago, sus anécdotas siempre están presentes, ayer tarde fue incisivo el recuerdo. Sentí mucha alegría, pero también una pena profunda. Hace más de veinte años que sus huellas se perdieron. La última vez que supe de él, fue que vendía zapatos por el centro de Lima. Era un cholo azambado, piurano, demasiado despierto para el común de sus amigos. Ocurrente como nadie. Gran compañero. Borracho como una cuba. Fiel amigo. Hincha acérrimo del cantante Iván Cruz. Pésimo cantante.
Llegamos a Pilpichaca, (Huancavelica) por motivos similares: indisciplina. Para la superioridad era fácil deshacerse del personal conflictivo enviándolos a “zonas de castigo”, cual leprosos abandonados a su suerte. Sabiendo que en estos lugares uno se volvía agresivo e incontrolable, con el riesgo de volverse paranoico o regresar en un féretro a su ciudad de origen. ¿Quién era el jefe en el Puesto?, un sargento que se quedaba dormido tras una mesa llena de botellas vacías de anisado, o, no importaba el lugar que acomodara su gran cuerpo.
Un buen día el sargento le encomendó que fuera a Huancavelica a cobrar los haberes del personal; peligroso encargo. No se demoró, no faltaba ni un “puto sol”, como solía decir. Lo sorprendente que a lado suyo traía una linda chica, demasiado pequeña en talla. Nos presentó a todos, pero eso sí, advirtiéndonos que le pertenecía, y, pobre aquel que tratase de sobrepasarse. La amenaza no era palabrería, hasta sus mejores amigos tratamos de ponernos a buen recaudo. Dos morocos desocuparon un pequeño cuarto, yéndose lejos para no perturbar la tranquilidad e intimidad de José Merardo, por que hasta una cocinilla se había traído.
Atormentado por unos celos estúpidos, no quería que ni la miráramos de reojo, era su costilla, su chapa cuete. La tenía encerrada mientras el festejaba alegre en la cantina, los insultos y los griteríos se escuchaban a dos cuadras, los maltratos físicos de ambos era evidente. Trataba de enmendarse cuando estaba sobrio, pero volvía a las andadas con un par de copas. Pareja dispareja en todo el sentido de la palabra.
Sucedió lo que tenía que suceder. Cansada del infierno en que vivía, la pequeña decidió marcharse. La gota que derramó el vaso fue que el susodicho había sacado la cocinita para empeñarla y seguir bebiendo. Una pequeña mochila, hecha para su tamaño, sobre el hombro y la firme decisión de: “ya no lo soportó más, me voy”, fueron sus palabras cuando se alejaba con su cuerpecito de niña herida y un sufrimiento inmenso; de todas maneras quería al negro cholo. No hice nada por retenerla, tenía razón, Josesito no estaba preparado para estos menesteres de pareja.
Cerca de las cinco de la tarde regresaban los amigos, tambaleantes y hablando incongruencias típicas en un ebrio. Max Emiliano se quedó a mi lado, quería abrigarse un poco con los últimos rayos del sol que ya nos dejaba. José Merardo entró a sus aposentos, saliendo a los pocos segundos destrozado y enajenado. “¿Por dónde se fue?”, sus ojos denotaban un extraño tinte de locura, le señalé el rumbo. La MGP, el “chisguete” como le decíamos a una pequeña pistola ametralladora, hecha por la Marina de Guerra del Perú. Nos habíamos acostumbrado tanta a ella que formaba parte de nuestro cuerpo, dormíamos con ella, conocíamos sus defectos y sus pocas virtudes, podíamos olvidarnos de casi todo menos de nuestra MGP. Caminó con paso firme, la cruda había desaparecido en un santiamén, tal vez pensó que su “costilla” se había sentido mal y el lugar más adecuado para su atención era la Posta Médica. Esta se encontraba a unos cien metros en diagonal al Puesto de la Guardia Civil. Su inmensa puerta de metal con sus vidrios catedral era el orgullo del pueblo. Al llegar la encontró cerrada, tocó con furia impaciente, pero nadie le abrió. Colocó su pistola en posición de fuego, quitó el seguro y soltó una ráfaga en mariposa con cerca de treinta municiones, pulverizando los vidrios que caían sin saber el porqué. El pueblito dormido despertó sacudido por el estruendo casi infernal. Cambio la cacerina vacía y dando media vuelta se encaminó nuevamente al Puesto, venía disparando a todo lo que se cruzaba en su camino, perros, gallinas y hasta algunos parabrisas de los carros estacionados iban siendo sus víctimas.
Se acercaba hacia nosotros, Max Emiliano se había quedado profundamente dormido en los brazos de Morfeo que no se dio por enterado. El cabo Miranda literalmente se esfumó, los colegas parapetados observaban el desenlace. No me moví, podría haberlo tomado como una cobardía, y, los cobardes merecían la muerte. Esperé alerta, con los nervios crispados, unos diez pasos nos separaban, sus ojos eran dos órbitas sin vida. La mueca extraña en su rostro delataba desasosiego. ¿Cómo llegó el carro? Había sido tanta la tensión que ninguno de los dos se percató del camioncito que se estacionó a lado nuestro. Se abrió la puerta y, ¡Oh sorpresa! bajó de ella la manzanita de la discordia de esa tarde sombría.
¡La mató!, pensé. El cañón de la pistola, por su tamaño, apuntaba a la cara de su amada. ¿Qué sucedía? Saco el dedo del gatillo y automáticamente puso el seguro, regresó el arma a su espalda y arrodillándose comenzó a llorar y a moquear como un niño al encontrar a su mamá, acá sería a su hermanita, pedía perdón de mil maneras a su chata del alma. Y entre llantos, súplicas y expresiones de alegría ingresaron a su alcoba.
Su destino estaba ya marcado.
Pilpichaca agosto de 1984
Elmer Castillo Díaz
1 comentario:
Mi querido Elmer.....que bonita historia....tienes el don de transportarme a los lugares que narras....
25 a;os wow...!!!! no quiero decirlo... pero vale la pena esperar tanto para encontrarnos con una historia sorprendente...!!
Te felicito guapo....gracias por esta gran historia....
Besos con cari;o para ti...tqm..!!!
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