LA MORTAJA
Este era un grupo de
jóvenes franciscanos que se encontraban aún, en la etapa del noviciado y tenían
como tarea ir a algunos pueblos cajamarquinos llevando el mensaje de su santo
modelo. Como buenos franciscanos, eran austeros en su vestir y en su comer y,
por lo tanto, iban por los caminos sin una
bestia que los pueda trasladar, haciendo los largos recorridos a
pie.
Llegaban a cada pueblo y se
contactaban con la gente, los visitaban, orientaban y asistían a sus ceremonias
religiosas. Si encontraban un sacerdote, le hacían llegar sus saludos y solían
reunirse con algunos feligreses para hablarles del mensaje de amor, de paz y
humildad, principal legado de su tan admirado San
Francisco.
Luego de haber visitado
seis pequeños caseríos y dos pueblos, se disponían a visitar el último, cuando en el camino los cogió el atardecer,
lo cual les obligó a apurar el paso para poder llegar al bosque, donde podrían
acampar esa noche. Todos eran jóvenes, tenían menos de treinta años, pero con un
compromiso grande en su corazón, con una misión impostergable, con todo el brío
de poder lograr grandes cambios en los corazones humanos. Frugalmente, comieron y se acostaron
temprano, tenían que madrugar: había que cruzar el otro lado del monte para
llegar al pequeño pueblo en mención.
Eran ya las tres de la
mañana cuando decidieron levantarse y apurar el paso, cruzaron el bosque y al
final de éste antes de llegar a la cima,
para luego bajar hacia el pueblo, sintieron un viento frío, helado, tan helado
que los paralizó, como si algo los
detuviera. Pararon en seco todos a la
vez, como si se chocaran contra una pared invisible y luego se hizo un gran
silencio…
Miraron hacia la izquierda
de donde salía el viento helado. La madrugada era aún oscura y alguno de ellos llevaba una lámpara para
guiar sus pasos, de pronto, ésta se apagó.
En ese momento ante sus asombrados ojos, se presentó la imagen de una
persona que caminaba lentamente…,¿caminaba?.
Iba vestido de un hábito blanco y negro, parecido al que usó San Martín de Porres. No se le veía la cara, ni los pies y avanzaba
lentamente enfrente de ellos. Sólo
miraban, sólo eso podían hacer, estaban petrificados.
El viento helado se hizo
más fuerte cuando pasó el individuo.
Silencio. Les costó unos
segundos recuperarse, unos comenzaron a orar en voz baja, alguno de ellos,
atrevidamente intento saludarle, otros
temblaban.
Al final todos en silencio
y sin querer hablar de lo sucedido, respetando el paso del aparecido,
continuaron su viaje. Poco a poco fueron
descendiendo hacia el pequeño pueblo, primero por las piedras, luego por la
vegetación, finalmente llegando a la
calle principal.
A lo lejos divisaron una
pequeña luz. Comenzaba recién a clarear el día.
Se fueron acercando tranquilamente, la luz venía de una de las pequeñas
casas, estaba abierta. En la sala se
encontraban algunos adultos, recién despertando, sentados en bancas largas de
madera. Al centro, en petates, estaban tendidos niños y jóvenes durmiendo y
contra la pared, había un ataúd. Era un
velorio...
Con mucho respeto ingresaron a la pequeña
habitación para dedicar algunas oraciones al difuntito. Al acercarse y comenzar todos a orar, lo vieron…
llevaba como mortaja, el
mismo hábito blanco y negro de aquel aparecido en el monte.
Oraron en voz baja... cada vez más
baja.
JERAMEELL O.
1 comentario:
Ohhhh!!! que historia, si es que los cuentos, fábulas en provincias son impredecibles... bueno, muy bueno :)
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