EL LAPICERO
El tic tac del reloj, las gotas que caían del caño malogrado
y el examen del día siguiente no lo dejaban dormir en el silencio casi
sepulcral de su habitación. Daba vueltas y vueltas en la cama, se levantaba
para acercarse al cuaderno que odiaba y a la vez no lo comprendía por más
esfuerzo que hacía. Mañana seguro que la profesora me pone cero y mi papá me
saca la mierda, pensaba casi con los ojos cerrados. Era la única y última
oportunidad que la profesora les había dado a todos los que habían salido jalados
en trigonometría.
Sencillamente no comprendía nada de esta materia, estaba
literalmente en la “Luna de Paita” y eso que ponía toda la atención que su
mente joven podía. Para este examen ya no estaba su amigo Secundino, a veces
éste le ayudaba y sacaba un once, a las justas, pero ahora Secundino no se
sentaría a su lado porque aprobó y no tenía por qué sentarse a su lado. Todos
los que daban esta prueba de recuperación se parecían a él, o sea, todos estaba
jalados.
Llegó las seis de la mañana y puñuzado (con sueño) aún, se
levantó de su cama, “qué hacer carajo”, se volvió a preguntar. Escuchó a su
madre que caminaba por la cocina con los trastes y a su hermano mayor
escuchando las noticias en la vieja radio a transistores en su cuarto. Se puso
a repasar el bendito cuaderno, era imposible, los números y las fórmulas lo
mareaban y para el colmo, sus pensamientos se iban a su “flaca” que seguramente
por la tarde vería. No quería pensar en ella, primero tenía que salir de este
embrollo educacional. Pero no, era más fuerte, las caricias, los besos, etc.,
lo volvían loco y su mente se perdía en los enmarañados secretos de las
pasiones juveniles.
“Qué bien hijito, así me gusta que seas responsable”, escuchó
a sus espaldas la voz de su madre que había ingresado a su habitación y él por
pensar en los “huevos del tuco” no escuchó. Una sonrisa de gafo se dibujo en su
rostro y sólo atinó a decir, “si mamá”. “Baja a tomar tu desayuno, he hecho
cachangas porque el pan se acabó”. A los lejos se escuchó las campanas del colegio
advirtiendo a los adolescentes escolares que ya deben estar acercándose al
colegio. Odió como nunca esas campanadas, era martirizante.
Se despidió de su madre, quien le acompañó hasta el quicio de
la puerta deseándole éxito en el bendito examen. Optó por no presentarse, por
la noche había pensado en dar alguna excusa a la profesora, ella sabía que su
fuerte no estaba en los números, hablaría con ella para decirle que lo ayude, a
las finales él no iba a ser ingeniero, tal vez la conmovería, o sino, lo
llevaría para marzo y, tal vez esté algún amigo de profesor. Se enrumbó al
colegio, pero se desvió unas cuadras antes de llegar a él y se fue por el
puente que estaba a dos cuadras del cole.
Mientras escribía algunos poemitas para su amada en el
cuaderno de trigonometría, pasaban los minutos. Seguramente sus compañeros
estarían sentados resolviendo los intríngulis números, ojalá les vaya bien.
Absorto y preocupado en que las letras que ponía en las hojas en blanco sean
del agrado de la culpable de sus devaneos, no se había dado cuenta que don
Quirino, el encargado de limpieza del colegio y al cual respetaba, estaba casi a su lado.
“¿Qué haces por acá Mario?”, le preguntó. Trágame tierra,
pensó Mario. “Ahhh, don Quirino, me he hecho tarde y ya no pude entrar al
salón”. “No te preocupes Mario, vamos conmigo, yo le hablo a la profesora,
seguro que entenderá”. “Es que están dando examen y no quiero interrumpir”,
“Mejor aún, le diremos que fuiste a hacer un mandado a tu mamá y que te tome el
examen”. Mario estaba entre la espada y la pared, no tenía escapatoria. Se
arriesgó a decir una tontería, sabía que era una tremenda estupidez, pero no
tenía otra. “Es que don Quirino, no he traído lapicero”, “¡Ba hombre!, eso no
es problema, toma el mío”. Estaba frito, cómo escapar a ello, “Es que don
Quirino, con su lapicero no es igual”. Don Quirino se destornilló a carcajadas
y no le dijo nada siguiendo su camino, escuchándole decir, “ah Mario, Mario…”.
Wito…
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